El juego, la vanidad y lo que de verdad importa

Leo una colección de relatos siempre esperando. Buscando. Renegando de los defectos, maldiciendo, torciendo el gesto por lo que me parece malo, flojo, mal rematado, ridículo incluso. Pero nunca abandono ni dejo el libro a medias, sigo leyendo y esperando encontrar algo, un destello, un asombro, al menos un relato que redima al autor y de por bien empleado el tiempo.
Leo como si estuviera contemplando un concurso de triples. Tiros que entran y otros que son fallos. Convertido en espectador y en juez al final. Viendo entrar tiros limpios, tiros que rebotan y entran, pedradas contra el tablero, balones que se quedan cortos y ni tan siquiera rozan el aro. Al final, terminado el libro, pasando de espectador a juez repaso las anotaciones: 13 canastas de 22. Y de las trece encestadas cuatro han sido triples y las otras 9 han sido de dos puntos, pisando la línea. Podría ser más de un cincuenta por ciento de aciertos, pero no puedo dar ese porcentaje porque 9 han sido de 2, y como juez debo ser estricto. 4 de 22 es el resultado final.
Leo haciendo un concurso. Y al mirar la contraportada me doy cuenta de que con este “Viento” no se trata de eso. No con este libro. No con él. No con José María Morales.
Conozco al tipo que lanza los tiros. Me mira al otro lado del espejo cada vez que me asomo. No puedo ser juez en este concurso. Los demás son jugadores que no conozco, de los que no sé nada. Puedo objetivamente alabar sus aciertos y criticar sus errores como escritores. Pero no con José María. No porque con él leo sus relatos con la ansiedad del que espera que meta todos los tiros y el tanteo final sea del cien por cien. Porque por él haría trampas, diría que no estaba pisando la línea, falsificaría el acta.
4 de 22. Pero al volver a leer su nombre me doy cuenta de que no se trata de eso. No es eso lo que de verdad importa en este “Viento”.
Le conozco. Puedo ver su cara de felicidad y sincero desdén por ese concurso. Puedo sentir que participa en este juego pero que no pretende lo que buscan los demás en él; que no participa por vanidad sino simplemente por afirmarse; por hambre; por placer; por pura necesidad; por ilusión. Que ha venido a este concurso de estrellas, genios, currantes, alumnos, amantes y dioses no para ganar sino para soñar, recordar, mentir, imaginar, contar, transmitir una emoción. Porque sé que él no llegó hasta aquí empujado por ese pecado que muchos no tratan siquiera de disimular; esa cara que se les pone al oír su nombre por megafonía o escrito en un papel, esa cara de falsa modestia que ponen cuando se les presenta y esperan el aplauso y la ovación que se debe al triunfador.
La vanidad es el pecado más habitual e imperdonable en algunos que escriben. La vanidad transpira entre sus líneas, es un olor que desprenden las palabras, las páginas, los silencios. José María no será el genio, no será el ganador, pero él tampoco lo pretende. Él ha llegado hasta aquí para rendir cuentas consigo mismo, para poder mirarse y no reprocharse la cobardía, no tener que volver a pedir perdón. Para sentirse vivo cada noche que le robó al miedo. Para quemar la fiebre, la obsesión por esa historia que le perseguía.
José María vino a jugar y falló algunas veces, pero también acertó en “Tetraedro” porque un día se tropezó con una historia en la plaza mayor de Salamanca. Se imaginó algo. Vio lo que otros no vieron, lo apuntó en su libreta y quiso contarlo. Quiso demostrarnos que a veces nos equivocamos y que nosotros mismos también imaginamos lo que no es. Acertó en “La ley de la señora La Munia” y nos cuenta lo que imaginó un día, subiendo una montaña, la herida auténtica que deja la amistad perdida. Acertó en “El mecánico del tiempo” porque supo ver la historia que hay detrás de un reloj. En “El Anubis negro” por imaginar una venganza perfecta. En “Tomate(lo)” por volvernos a llevar a Tellerda. En “La pelota de Marauder” por recordarnos aquellas hazañas bélicas de nuestra infancia. En “Embotella-miento” y en “Viento” por hablarnos del amor de una forma diferente. Pero sobre todo acertó de pleno en “Retraso en el almacén” por utilizar perfectamente el tono adecuado en el lenguaje, y en mis tres favoritos: “Juana” y “Nigromancia” por ser, simplemente, fiel a si mismo; por conseguir emocionarme con la historia de esa mujer y su amargo destino de mísera supervivencia, por su irracional fidelidad y porque que a pesar de todo lo sufrido no se resigna y sigue sacando su vida adelante “con un bolso de polipiel verde oscuro en el que llevaba todo lo necesario para vivir”; por ser uno de esos personajes que sólo él sabe ver y contar. Por devolverme en “Nigromancia” en una de esas historias tan suyas la épica y la fantasía de nuestra infancia, un cuentos como aquel “Ivanhoe”, pero que transcurre en el Aragón de la cruz y el árbol de Sobrarbe. Y por “Café de tarde” por la sorpresa de un registro distinto, por la habilidad de una mirada intensa recurriendo a lo cotidiano, atrapando lo desapercibido, imaginando, mezclando realidad y literatura, amistad y ficción, e insinuando una herida.
Por su agradecimiento final, ese viento que le empujó hasta esta orilla de la que nada se espera y todo significa.

“Viento” (22 relatos distintos) José María Morales Berbegal. Edita LiterArt. Cuarte de Huerva (Zaragoza), 2011. 128 páginas. Ilustraciones de Ángel Villar.

José María Morales Berbegal
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