Escritura, Secreto y Personaje

BEATITUD en CULTURAMAS



Acaba de terminar la guerra (la II Guerra Mundial) y el mundo sigue siendo una mierda. En Estados Unidos nada se ha regenerado, nada ha cambiado, todo sigue igual. Los muertos son un número, no más, y se pretende seguir adelante sin tomar conciencia del pasado. Todo para nada.
Dan ganas de huir, de salir a la búsqueda de otra realidad. Si pudiese cambiarse el mundo… Pero no se puede cambiar, una guerra con 60 millones de muertos no ha logrado cambiar nada. Huir, el dedo al aire y una larga pista alquitranada por delante. Huir, sin destino concreto, a la aventura. Huir, aún sabiendo que no existe la puerta al otro lado. Sí, pero hay que huir.

La noción general de escapar de una realidad que huele a podrido, se particulariza en el ámbito de un pequeño grupo de escritores para los que el viaje es la vida. Lo importante no es llegar al destino, lo importante es hacer el camino, disfrutar del viaje. A mediados del siglo XX, Cassady y Kerouac recorren Norteamérica viviendo aventuras. El viaje es otra forma de vivir. Si hay dinero: gasolina y carretera; si no lo hay: porros y alcohol. El caso es abandonar la realidad, crearse un mundo a su medida. Cassady es el actor, el protagonista principal, el chico malo de esta película, el pendenciero, el vividor. Kerouac es un chico más intelectual, tiene la mirada del escritor en sus ojos y todo lo ve de una forma objetiva: nunca arriesga su alma. Ginsberg se unirá a ellos casi desde el principio; es un intelectual al que le gusta vivir en el filo, al borde del abismo, que totaliza pasiones y busca siempre el más allá. Burroughs huye de lo acomodado en busca de nuevas emociones. Hay otros actores (uno tan pendenciero como Cassady es Corso), pero basta de nombres propios y busquemos una etiqueta que nos permita clasificarlos (necesitamos saber de qué hablamos, por eso las etiquetas nos ayudan a no pensar), una etiqueta generacional que defina lo que estos cuatro chicos hacen con su vida en los años 50, algo así como los Beat.

Los Beat escriben sobre algo que ya se había iniciado años antes, sobre la necesidad de darse la vuelta frente al mundo, bajarse los pantalones y enseñar la raja del culo. Un que os jodan categórico. Un nuestra vida es nuestra vida y la vivimos como queremos. Duró poco el camino pero fue importante porque marcó el espíritu de la contracultura. Hoy en día todavía bebemos de su esencia. Tanto en el fondo (el mundo sigue siendo una mierda), como en la forma (la prosa espontánea de Kerouac, la libertad del autor en Ginssberg, la experimentación hasta la descomposición en Burroughs). Ahí están sus libros, En el camino, Gasolina, Yonqui, Aullido. No hay más que ponerse a leer.

Duró poco, la huída traspasó los límites con ayuda del peyote y del LSD, primero, y de la meditación, después, y llego a otros mundos. Los 50 acababan y una nueva generación asumió la bandera de la libertad, del cambio, de lo alternativo. Gente que buscaba sanar el mundo con amor. Mucho amor. Demasiado amor. Hippies envueltos en psicodelia que descubren y hacen descubrir el nuevo mundo: el budismo y la filosofía Zen. Al final, Kerouac o Ginsberg llegan a un tope de vía en el que descubren otra realidad y, lo más importante, descubren que para huir no es necesario caminar, ni siquiera dar un solo paso: la mente lo domina todo. Los 60 se llenaron de esperanza en un mundo mejor. Una visión idealista, despegada de la realidad, de esa realidad en forma de barro que los Beat llevaban pegada a sus zapatos a pesar de que trataban de huir de ella.

50 años después, Vicente Muñoz Álvarez y Nacho Escuín, quieren palpar el reflejo de esa generación inconformista norteamericana en las jóvenes letras castellanas. Son muchos los autores que se posicionan en la contracultura, al margen de institucionalizaciones y servidumbres públicas, que huyen de la mierda en que sigue convertido el mundo, que esperan, al menos, ser consecuentes con su alma, que no cambian libertad por seguridad, que no esperan vender un millón de ejemplares de un libro porque no escriben para un millón de personas, que saben que están al otro lado de esto que llamamos literatura, en la umbría, dónde la nieve permanece más tiempo y el agua que emana del verdín, sabe a vida.

Vicente y Nacho hurgaron, people on the road, y tardó poco en asomarse un universo de nuevos creadores veneradores del espíritu Beat. Beatitud, así se llama la antología, es un compendio de reflexiones, de bionarraciones, de relatos, de vivencias, de ensayos, de influencias que los escritores de esa generación tuvieron en las vidas y en la escritura de cada uno de los autores que participan en este proyecto literario. El resultado es una amalgama de visiones sobre los Beat, una reivindicación del límite, de la huída, del viaje. Lo importante sigue siendo hacer el camino, sigue sin ser decisivo llegar al final, sea bucólico o precipitado. La carretera es una forma de vivir. Es cierto que luchar cansa, que son chicos del otro lado siempre dispuestos a dar guerra, pero ya descansarán cuando llegue la última hora, el suspiro final.

Título original: Beatitud, visiones de la Beat Generation
Autor: VVAA
Edición literaria: Vicente Muñoz Álvarez e Ignacio Escuín
Editorial: Ediciones Baladí S.L.L.
Páginas: 357
Diseño cubierta: Julio Reija
ISBN: 978-84-937661-8-4
Precio: 20€

Autores que participan en esta antología:

Carla Badillo Coronado, Patxi Irurzun, Ana Pérez Cañamares, Joaquín Juan Penalva, José Ángel Barrueco, Carmen Beltrán, Uberto Stabile, David González, Carmen Camacho, Miquel Silvestre, Raúl García, Sergio Gaspar, Safrika, Nacho Abad, David Mardaras, Mario Crespo, Roxana Popelka, Eduardo Almiñana, Octavio Gómez Milián, Estelle Talavera Baudet, David Mayor, Pepe Pereza, Almudena Vidorreta, Lucas Rodríguez, Inma Luna, Diego Urizarna, Alfonso Xen Rabanal, Pablo Casares, Sonia San Román, Eloy Fernández Porta, Déborah Vukušić, Vicente Muñoz Álvarez.

Esteban Gutiérrez Gómez

Visión Tercera

Geórgicas, libro tercero

Geórgicas, III, 1-48

También voy a cantarte a ti, Pales magnífica,
y a ti, inolvidable pastor del río Anfriso,
y a vosotros, bosques y ríos del Liceo.
El resto de asuntos que a mentes ociosas
pudieran cautivar con fábulas poéticas
ya son muy conocidos: ¿pues quién no sabe nada
del cruel Euristeo, de los sacros altares
del infame Busiris? ¿A quién no le han hablado
del jovenzano Hylas y de Delos latonia,
de Hipodamia y Pélope, bravo con los caballos,
famoso por su hombro de marfil? Es distinto
el camino que debo emprender si persigo
alzarme desde el suelo y de boca en boca
volar entre los hombres victorioso. Las Musas
seré yo el primero, al volver a la patria,
en traérmelas desde la cima del Aonio,
si me asiste la vida. Seré yo el primero
en traerte, oh Mantua, las palmas idumeas,
y allí cerca del agua, en la pradera verde,
elevaré un templo de mármol donde el Mincio
discurre caudaloso en sosegadas curvas
y adorna las riberas de jóvenes juncales.
En medio estará César, y el templo llenará:
triunfante y admirado con mi púrpura tiria,
en su honor soltaré un centenar de cuadrigas
a la orilla del río. Se medirá ante mí,
dejando el Alfeo y los bosques de Molorco,
en cesto crudo Grecia entera y en carreras.
Yo mismo, coronado con ramón de olivo,
llevaré las ofrendas. Ya gozo acaudillando
solemnes procesiones camino del santuario,
contemplando novillos recién sacrificados,
o cómo al volver el tapiz cambia la escena
y el telón purpúreo en el que están bordados
levantan los británicos. Pintaré en las puertas,
con relieves en oro y macizo marfil
la lucha de los pueblos del Ganges y las armas
del vencedor Quirino, y allá la corriente
del gran Nilo, con olas nacidas de la guerra,
y columnas alzadas en bronce de navío.
Añadiré ciudades del Asia sometidas,
y el golpe al Nifates y el Parto que la huida
a las flechas que lanza hacia detrás confía,
y esos dos trofeos ganados por la mano
a enemigos distintos, y pueblos que han sido
dos veces derrotados, a ambos lados del mar.
Y allí estarán también los mármoles de Paros,
las imágenes llenas de vida, la estirpe
de Asáraco y los nombres que descienden de Júpiter,
el padre Tros y Cintio, el fundador de Troya.
Temerá la Envidia estéril a las Furias
igual que a las corrientes severas del Cocito,
las sierpes que se enroscan amarrando a Ixión
y la enorme rueda y la piedra insuperable.
Sigamos, entretanto, hacia los bosques vírgenes,
las selvas de las Dríades, según tu mandato,
Mecenas, nada fácil de cumplir: pues sin ti
nada profundo ha de emprender mi pensamiento.
Ea, vamos, basta ya de ronceras dilaciones,
nos llama Citerón a gritos, y del Taigeto
los perros y Epidauro, que doma los caballos,
y vuelven a mugir, redobladas por el eco,
las voces de los bosques. Me ceñiré después
a cantar los combates de César ardorosos
y a llevar su nombre en alas de la fama
a lo largo de tantos años como separan
a Titono, el primero de la estirpe, y a César.

Mujer témpano

Me lo dijiste una vez, y ha dado para tanto...
"no sabes amar,
sólo concibes que te quieran".
De aquel estigma en adelante
cuántos intentos arruinaron mis ganas,
cuánto amor le han ofrecido
a la mujer témpano de las cavernas.
Todavía me pregunto al evocar tu rostro
porqué tendría que creerte yo,
y, pese a todo,
porqué tú no titubeabas.

Elisa Berna Martínez

Albada 247

(Kokoschka)




GIGES


(26de junio de 2011)



El profesor de filosofía les preguntó a los alumnos su opinión. La joven de la fila segunda que por aquel entonces pensaba y además (por añadidura) “creía” en la bondad intrínseca e innata del ser humano -y por derivación de semejante supuesto en la “solidaridad universal de la Humanidad” (¿¿!!¿?)- levantó la mano y fue deshilvanando, primero con cierto temblor en las manos (lo de hablar en público siempre le imponía) y poco a poco incluso elevando levemente el tono de voz (el razonamiento de su discurso le fue infundiendo valor), todo el argumentario a favor de que el hombre es bueno por naturaleza, etcétera, etcétera y más etcétera.



La clase de ética había comenzado casi como un cuento feliz, -así empiezan a menudo las cosas- leyendo en la Republica de Platón la asombrosa historia del pastor Giges. Sin embargo la pregunta que en medio del relato les planteó el profesor fue tan simple en su enunciado como delicadas y graves las consecuencias de cualquiera de sus posibles respuestas: ¿En caso de poder actuar en su propio beneficio de manera deshonesta, injusta, perjudicial para el prójimo, con la seguridad del secreto total, de que nadie nunca lo llegará a saber, el ser humano lo haría?




Giges mira el anillo que acaba de encontrarse. Brilla el oro entre sus dedos... todavía no sabe que un ligero roce activará su magia y lo volverá invisible. Cuando el simpáticón y afable pastor de Liria descubra la total impunidad que le brinda aquel tesoro, su actitud cambiará radicalmente: sabiéndose invisible, y que va a salir por ello siempre indemne, se cuela en el palacio real, seduce a la reina, mata al rey y se hace con su reino... no rebla ante nada ni nadie para conseguir lo que se le antoja.



En la clase el profesor plantea ahora a sus alumnos la clásica duda sobre la moralidad y la integridad del ser humano: ¿el hombre ama la justicia, lo legítimo y el bien por si mismos, o simplemente los acata y considera por temor al castigo?




Un chico de pelo rubio y rizado, con mucha más seguridad que la chica de la segunda fila (a él siempre se le dio bien la verbosidad, el palique y la facundia), se atreve con la teoría de Glaucon: si tuviéramos el anillo de Giges, dice, si nos supiéramos , hiciéramos lo que hiciéramos inmunes, seríamos malvados por nuestra propia naturaleza, ya que el ser humano sólo es justo por la amenaza de la condena de la ley o por la esperanza de la recompensa a ese buen comportamiento. Sonríe el joven antes de concluir su argumento: el hombre hace el bien hasta que puede hacer el mal sabiendo que nunca va a ser descubierto.




Secretismo, ocultamiento, invisibilidad que nunca deja a la luz el fondo que se esconde tras la capa nacarada. El profesor les lee la última parte del relato de Platón: Sócrates convence a Glaucon de que al fin y al cabo sólo son felices los justos, los “buenos”. Los “otros”, los del anillo, nunca lo serán realmente por mucha felicidad que aparentemente se pueda obtener con la injusticia.




Aquel día la clase terminó aquí. La chica de la segunda fila faltó a la de la semana siguiente y al final se quedó tan sólo con la explicación “buenista” del maestro ateniense. Ahora, sin embargo, con un montón de años más y la vida cargada a la espalda, ha aprendido bien (por experiencia) la otra lección que Sócrates se olvidó de darle a Glaucon: es tanta la cantidad de Giges que cruzan a nuestro lado cada día, son tantos y tan enojosos, que incluso se agradece que sean invisibles y que no nos enteremos “demasiado” de sus manipulaciones. Y piensa que mientras no se les desenmascaré (¡qué cansina tarea por Dios!), será mejor que los “otros” sigan disimulando, protegiéndose, temiendo que pierda alguna vez sus cualidades el fabuloso anillo. Mejor que al menos sean competentes en su ruin impunidad, hábiles como el astuto Giges para que sus compañeros pastores, para que su rey, no se enteren... mejor que nos dejen pensar y además “creer” (de nuevo por añadidura) que vivimos en paz y que nos quieren .





Visión segunda

Dolor y angustia de un rey sin trono









Para aquel viejo reino
donde cada mujer amaneció puta,
donde púberes manchados soñaban barba,
y se obligó a los niños a beber tu sangre.
Para aquel reino viejo
en el que impusiste la paranoia
como única norma
orgánica,
inviolable.
Guardo para él la mejor vengaza:
haber sobrevivido.


(c) Elisa Berna Martínez

VIDAS DESESPERADAS

Una esposa de fiar. Robert Goolrick. Salamandra. 2011. 285 páginas.

Una esposa de fiar es la primera novela de Robert Goolrick, un escritor estadounidense próximo a cumplir los sesenta años que sólo había publicado anteriormente un libro autobiográfico no traducido hasta la fecha al castellano. Contra pronóstico, y debido sobre todo a las recomendaciones boca-oreja de los propios lectores, “Una esposa de fiar” se convirtió el pasado año en uno de los libros más vendidos en Estados Unidos y ha sido ahora traducido a diversos idiomas.

Una esposa de fiar es una novela de corte romántico, en el sentido más literario del término, con algunos tintes góticos y folletinescos. Un relato de personajes desesperados, víctimas de pasiones adictivas, atormentados por la culpa y el peso del pasado. De manera en mi opinión algo exagerada, algunos críticos han llegado a comparar esta novela con Cumbres borrascosas de Emily Brontë y con las narraciones de escritoras magníficas como Jane Austen o Daphne du Maurice. Sin embargo, en una página final del libro, Robert Goolrick manifiesta que su principal fuente de inspiración fue el libro Wiscosin Death Trip, donde el escritor Michael Lesy realiza un oscuro y desasosegante retrato de un pequeño pueblo de Wiscosin en las postrimerías del siglo XIX.

Una esposa de fiar transcurre también en su mayor parte en una alejada población, fría e inhóspita, del estado de Wiscosin. Allí, en 1907, Ralph Truitt, el hombre más rico y poderoso de la comarca encuentra una nueva esposa a través de un anuncio en la prensa. Así llega al pueblo Catherine Land, una mujer con un pasado oscuro y unos ambiciosos y ocultos planes de futuro. La situación se complicará cuando Truitt envíe a su joven esposa a Saint Louis en busca de Antonio, el hijo que el potentado hombre de negocios tuvo con su anterior mujer, de la que enviudó unos años atrás. La historia dará un nuevo e importante giro cuando los tres complejos personajes se reencuentren en la solitaria mansión de Wisconsin.

La novela se divide en tres partes, dos de ambientación rural y una intermedia de atmósferas urbanas que son en algunos momentos bastante duras y marginales. Siguiendo el modelo de Michael Lesvy, Goolrick pretende desmentir la falsa idea de una América urbana e industrial dominada por las ambiciones y la depravación frente a un mundo rural próspero, inocente y honrado. Una esposa de fiar muestra que en la América profunda, campestre y puritana, abundan las pasiones y los vicios ocultos que conducen con frecuencia a la locura y a los sucesos más truculentos y espeluznantes. Otro ingrediente fundamental en la novela es la intensa presencia del sexo y del deseo lujurioso que dominan a los dos protagonistas masculinos en contraposición a la complejidad psicológica y sentimental del cambiante personaje femenino.

Una novela muy oscura y sensual, intrigante hasta sus últimas páginas, pero que en algunos aspectos se antoja algo desmesurada.

Carlos Bravo Suárez

se desvía
número cuarenta y seis

Actualidad nietzscheana
(imagen tomada de voces con futura,
página de cartelería crítica que recomiendo visitar)

Quien quiera desviarse para saber qué significa el pacto del Euro que se nos viene encima y cuál es la posición crítica y las propuestas alternativas de la plataforma "Democracia Real Ya" puede hacerlo hacia el siguiente documento: http://www.democraciarealya.es/tmp/19j/DRYcontraelPactodelEuro.pdf
Si no disponen de mucho tiempo pueden leer una versión resumida en http://www.democraciarealya.es/tmp/19j/DRY_Resumen_Rechazo_Pacto_Euro.pdf

Visión primera






No pretendo redimirme.
Sólo aspiro a abrazar mi vieja caja de galletas,
aquel amuleto africano,
la carne de mi carne
y alumbrar otro lugar.



(c) Elisa Berna Martínez

Para que me entiendas



La noche más corta


¡Daniel y Carolina os desean a todos un feliz solsticio de verano!


Un poquito de garage con los increíbles Staggers para encender aún más la canícula y espantar el desasosiego de este día zombie. ¡Sube el volumen de tu sintonizador, ponte tus viejos botines de tafilete y a bailar se ha dicho! Da igual que sean las seis de la tarde, otra vez se prepara tormenta.

PARTIDOS POLÍTICOS Y AGENCIAS DE COLOCACIÓN

Uno de los lastres de la política actual que más ofenden al ciudadano de a pie es el hecho de que en buena medida los partidos funcionen como agencias de colocación de los suyos, sean éstos candidatos, militantes o incluso familiares de unos y de otros. Además, los cargos y los puestos de trabajo y las ayudas en cualquier ámbito no se dan con frecuencia a los más capaces y preparados, como sería menester y obligatorio, sino a los más obedientes al jefe o a los que son del partido que reparte las prebendas. Ahora que se inicia un nuevo ciclo político en comunidades autónomas, comarcas, diputaciones y ayuntamientos, es necesario recordar que la regeneración de la política y la democracia real pasan necesariamente por terminar de una vez por todas con estas prácticas tan frecuentes como poco éticas.

Carlos Bravo Suárez

Carta publicada en Diario del Alto Aragón

Al descubierto

Burocracia


Imagen tomada de la red



¡Sobre todo, las anagnórisis!


               En un mundo tan argumentado como el nuestro, el no ocurrir tiende a identificarse con el no ser. Rara vez se pregunta de una novela, antes que nada, si está bien escrita, sino, más bien, de qué va. Leyendo Peñas arriba, sobre todo su espléndida segunda mitad, todo lo relativo al invierno, la caza del oso y la muerte del patriarca don Celso, antes de ese final de primavera que en la novela es una razón de ser por el mismo motivo que ahora nos parecería un tópico costumbrista (la decisión de Marcelo, el narrador, de dejar Madrid para siempre, largarse a las montañas y casarse con una aldeana, Lita, “aquella criatura de tan equilibrado organismo”), me asaltaba cada pocas páginas esa irritación posmoderna de la necesidad de la sorpresa permanente, o bien el temor a que cualquier detalle previsible ya desmonte el edificio de la novela. Y no es así. Uno no es muy amigo de las arquitecturas imprevisibles, y todavía intenta disfrutar de eso que antes se llamaba la armonía del conjunto, la proporcionalidad de las partes, etc. “Bueno, esto ya sobra”, decimos llegando al final, por más que Galdós nos haya educado en no ser así de displicentes con la falta de prisa, pero llevados por esa necesidad de lo insólito que los realistas habían felizmente superado. Mucho más interesante era buscar lo curioso que lo insólito, lo que no suele verse tan de cerca que lo que no suele verse nunca.
               Los antiguos no esperaban la sorpresa como recompensa (toda sorpresa lo es a costa del olvido de lo que la precede), y por eso en las tragedias de Sófocles un sujeto salía al escenario antes de empezar la función y contaba al público el argumento. No era solo un ponerlo en situación. Se les contaba el final incluso, para que el espectador no tuviera que perder el tiempo imaginando lo que va a ocurrir. Se le desviaba del suceso para centrarlo en la situación. A esta novela le habría venido bien un breve argumento al principio, un subtítulo inclusive: Historia de Marcelo, contada por él mismo, que fue a atender a su tío a las montañas cántabras y decidió quedarse y ser el patriarca de Tablanca. Todo lo demás es la sota, el caballo y el rey de las novelas rurales decimonónicas: el cura bonachón, el amigo sordo, las criadas asustadizas, los mozos nobles y salvajes, el médico íntegro y la criatura de equilibrado organismo, eso sí, con una tesis sin el menor disimulo. Pereda cree en el regeneracionismo tradicionalista, en un patriarcalismo de hombres buenos que sirven de socorro y munificencia a los pobres aldeanos (“la puchera de los hombres de Tablanca”), siempre y cuando se recuerde, como recuerda otro patriarca en el largo entierro de don Celso, que “hermosa es la luz; pero no hay que abrir de repente todas las ventanas a los que han vivido a oscuras por achaques de la vista; pues hay que temer las locuras que entran por los ojos deslumbrados”. Es decir, el aldeano en su ignorancia y el señor en su generosidad. Si quiere.
               Todo esto nos parece una rancia barbaridad a nosotros que vivimos en un patriarcalismo estatal, al albur de que el señor del castillo decida ser más o menos munificente con los rendimientos de nuestro trabajo. Los patriarcas de Pereda despreciaban a los caciques facinerosos, y sus aldeanos los temían, del mismo modo que ahora nosotros votamos al patriarca que nos ponen delante y rezamos para que no sea un aprovechado, o un ladrón. Si me leo un par de novelas de Pereda más seguidas me voy y me apunto al partido carlista, que está, o estaba, en la calle del Limón, algo como lo que le debió de ocurrir a Valle-Inclán cuando leyó esta novela, por la de posibilidades narrativas que apunta con su mundo nebuloso y revenido, la de seres excesivos que se crían en los valles montañeses.
               Pereda da varios ejemplos en el libro de su desprecio del argumento. Muy bien traída está la anotación de Antonio Rey en la edición de Cátedra donde la leo: “¡Ah los argumentos!..., las sorpresas, lo desconocido…, lo inesperado, las anagnórisis, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las anagnórisis! Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste banquero, mendigo aquel, duquesa aquella, menestrala la otra; aquí un niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vio… y es el único personaje que podía delatar al criminal, que es un caballero tétrico…” Y el propio Pereda lo demuestra andando con el episodio de Facia, la criada gris a la que un barbián desaprensivo chantajea. Pereda, tras demostrar que no le cuesta mayor esfuerzo crear una intriga muy entretenida, saca un auténtico deus ex machina, la misma nieve, el propio invierno, y se carga al malo justo cuando le tocaba entrar en escena. El malo no pinta nada en la pasión y muerte del señor de Tablanca, un largo tapiz que yo me imaginaba pintado por Zuloaga, aunque a veces leyera párrafos tan ortodoxamente decadentes como este:
“En la cama del enfermo, la colcha de damasco rojo de los grandes días, y vuelto sobre ella, el amplio y bordado embozo de una sábana de lujo; las almohadas, con fundas de grandes guarniciones muy tiesas y escaroladas, y el enfermo mismo, con camisola limpia, calentada poco antes al brasero y sahumada con tomillo, sobre el espeso chaquetón elástico que le abrigaba el tronco; junto a la cama, una alfombra en lugar del felpudo de siempre, encima de la cómoda, cayendo en airosos pabellones por los lados, otra colcha de las buenas de la casa, y sobre ella, esperando mejor destino, el crucifijo de marfil, seis candeleros de plata, un vaso con agua bendita y un ramito de laurel.”
               Otra vez Valle. O Solana, en la magnífica descripción del velatorio, o en esas cuevas donde huele “a sótano y a musgo y a perrera… y a hombres escabechados”. O, en fin, la maestría descriptiva en su versión paisajística, muy clásica, muy virgiliana, o en ese subgénero que a mí me fascina, el de la descripción de objetos útiles, que son a la literatura lo que las grandes fábricas antiguas a la arquitectura, arte involuntario, y por ello, quizá, más puro. La descripción de la alacena donde don Celso tiene metida la caja fuerte es una de las páginas maestras de la novela, un alarde de claridad y precisión, otra demostración más de que Pereda no estaba sometido a sus limitaciones novelísticas sino a sus elecciones. Porque limitaciones yo no le veo ninguna. 

Una reseña de Javier Úbeda de "Huellas de herradura" la novela de Ramón Mur


Huellas de herradura

Algo que nos llama enseguida la atención de este libro, es la forma en que ha sido editado. Ramón Mur, escritor, nacido en Pamplona, con raíces aragonesas que vive a caballo entre Zaragoza y Belmonte de San José (Teruel), y periodista de gran prestigio, dado que tiene a sus espaldas numerosos artículos de opinión, publicados tanto en prensa digital como escrita ha decidido publicar la que es ya su tercera novela hasta la fecha (la primera fue recordémoslo: Sadurija, anales secretos de la casa Membrado. Centro de Estudios Bajoaragoneses, 1990; y la segunda: Genuino de la Tierra. Centro de Estudios Bajoaragoneses, 2008) en una conocida y novedosa editorial digital denominada Bubok.com, en la que podemos conseguir el libro bien en formato tradicional de papel o bien en formato digital, y que nos permite pagar la opción de compra elegida de varias maneras mediante transferencia, paypal o giro postal, y todo ello de una forma rápida y segura. He aquí la Url exacta donde podemos ver y adquirir este libro para nuestro disfrute como lectores: http://www.bubok.com/libros/6545/Huellas-de-herradura.


Respecto a su segunda novela, Genuino de la Tierra, podemos decir que es el perfil novelado de Juan Pío Membrado, escritor regeneracionista, oriundo de Belmonte de San José (1851-1923). Y que, en realidad, este perfil biográfico fue escrito por Mur para la reedición de la obra más importante de Membrado titulada El porvenir de mi pueblo. Batalla a la centralización (Zaragoza, 1907), de hecho, este estudio formó parte (junto a otro de la también erudita Teresa Thomson acerca de la vida y obra de este autor) de la edición en Facsímil llevada a cabo por el Centro de Estudios Bajoaragoneses en 2008 con motivo del centenario de esta importantísima publicación.


Por qué Huellas de herradura: la respuesta es sencilla, el hilo conductor de todo el libro son los équidos (caballos percherones o burdéganos, yeguas frisonas, asnos garañones…). De ahí la palabra “Herradura”, y, “Huellas”, suponemos que por varios motivos también: uno, porque las herraduras dejan unas huellas claramente visibles en la tierra; dos, porque aparte de estas huellas visibles, están las huellas invisibles que han dejado en nosotros y en nuestra sociedad, ya que con este libro, tal y como es el deseo de su autor, asistimos a una crónica que va desde el año 1936 hasta el año 2008, principios ya o albores del siglo XXI, en la que se nos narra cómo las mulas, los asnos… van pasando de desempeñar un papel crucial sobre todo en el mundo rural como bestias de tiro o de carga, indispensables para realizar los trabajos más duros y pesados de la tierra, a casi desaparecer por completo, debido al imparable progreso que trae consigo el desarrollo de la automoción (automóviles, tractores, camiones…) y conlleva la mecanización del campo. Y, gracias a ello, veremos cómo nos vamos moviendo o desplazando, poco a poco, en nuestra sociedad desde una pobreza casi extrema -como consecuencia también de las circunstancias especiales de ese momento histórico: la guerra civil y los años duros de la posguerra- hacia una mejor calidad de vida. Pero también veremos toques de añoranza por un paisaje que ya nunca volverá a ser el mismo -y que, por supuesto, tenía también sus cosas buenas, como comprobaremos si leemos esta novela- y que ya pertenecerá siempre a nuestro pasado más inmediato y a nuestro recuerdo.


La estructura de esta novela es muy elaborada. Y parece basada en el método de las cajas chinas, con multitud de historias dentro las unas de las otras. De hecho, nada más comenzar el libro se nos dice que Nicolás Valdecantos, discípulo del catedrático de Veterinaria Martín Abad -protagonista indiscutible, junto a los équidos, de toda esta novela- había escrito tres cuadernillos sobre la vida de este catedrático que fuera un día su maestro en la facultad. Pero este material, en realidad, no verá la luz hasta que el hijo de Nicolás lo encuentra y decide utilizarlo junto a otros datos como conferencias del catedrático, notas, cartas… que también halla para escribir la biografía de este veterinario que vivió y ejerció su profesión a lo largo sobre todo del siglo XX.
Por supuesto, todos los personajes son ficticios. Y esta no es si no una ingeniosa licencia que se toma el autor para impregnar de la mayor verosimilitud toda su narración. A este capítulo introductorio, titulado “Tres cuadernos” le siguen otros, que se corresponden con las diferentes etapas vitales de Martín Abad (infancia, madurez, vejez…), aunque no exactamente por este orden, pues la cuidadosa elaboración de la obra se ve reflejada también en este aspecto, ya que la historia no está contada toda de manera lineal que hubiera sido la manera más fácil de contarla. Y, por último, termina el libro con una serie de episodios cortos que son como breves y rápidos apuntes o esbozos a pie del terreno que recogen algunas de las vivencias ocurridas a Martín Abad mientras ejercía su profesión de veterinario y que, en su gran mayoría, son casos clínicos que le llamaron especialmente la atención como “El mal de Platón”, que cuenta la historia de un macho burdegano, o sea un hijo de caballo y burra, o “La burra que fue a morir al Soto” o “La yegua franciscana”.


Hay que reconocer que el autor se ha documentado casi hasta la extenuación, para poder ofrecernos esta sin igual novela, de hecho, aparte de su valor literario como novela, hemos de resaltar también su valor histórico y sociológico. Porque Ramón Mur ha manejado de forma magistral un sinfín de datos especializados referentes, por ejemplo, a las diferentes clases que existen de équidos, a los utillajes del campo y a los enseres o herramientas de los animales, a las enfermedades más comunes que padecen estos y otros animales, a los oficios o actividades más variopintas que se desempeñaban en la época (como fámulo o criadillo de estudiantes ricos, albéitar, torrero, capador o castrador…), hasta tal punto que es como si tuviéramos ante nosotros una radiografía de estos días que nos llega a través de muy detalladas descripciones… Y además lo ha hecho con una sencillez de la que todos nos beneficiamos al poder entender todo pese a no ser expertos en la materia. Nos acompañan en el recorrido para que nos resulte, a la vez que didáctico también ameno, aparte de los animales -algunos verdaderamente enternecedores como la mula Cata o la mula Baya-, muchos personajes, algunos muy desarrollados como el propio Martín o su novia Carmen Santacilia; otros apenas descritos con unas suaves y escasas pinceladas coloristas puestas aquí y allá, pero que no dejan de ser una parte indispensable para la comprensión de todo el paisaje del cuadro. De este repertorio coral destacaríamos al profesor de Martín en las Escuelas Pías don Artemio Valdecantos y, al hijo de este, Nicolás -que fue quien escribió los Tres cuadernos que mencionábamos al principio de esta reseña, ya que todo está bien trabado sin cabos sueltos en esta obra-, a sus hermanas Micaela y Fortunata Abad, a su cuñado el ex seminarista Benito Tortajada, al Tío Rosario (tratante de animales y patriarca del Clan de los Matojos), al Tío Viruta (apodo que recibía el carpintero que vivía en la Calle Nueva)…


En cuanto al estilo, el lenguaje es cuidado y dado que el libro está plagado de anécdotas, esto hace que predomine siempre un tono festivo y alegre que contribuye a amenizar la lectura con sus buenas dosis de humor, aunque también se den cita en el libro al igual que en la vida misma otros sentimientos como son la pena o la añoranza. Por otra parte, tenemos bastantes monólogos y también diálogos, por lo que nos podemos hacer una idea clara de cómo se habla en esas tierras bajoaragonesas -sobre todo en Villamediana de la Sierra pueblo que es su primer destino como veterinario-, lo que nos acerca y hace más creíble también a todos los personajes y hace que nos identifiquemos fácilmente con ellos. Lo cierto es que los personajes han sido muy bien caracterizados no solo en lo que respecta al habla y a la forma que tienen de expresarse, sino también respecto al aspecto físico, modo de comportarse…


Como conclusión podemos decir que esta novela histórica es didáctica y lúdica al mismo tiempo, y que leyendo el libro aprenderemos no pocas cosas sobre cómo se vivía en el mundo rural en aquellos años y sobre el mundo de los équidos, pero sobre todo pasaremos un buen rato inmersos en sus páginas, que es, al fin y al cabo, lo más importante y lo que más cuenta. Por último, solo nos cabe decir que esta novela tiene todos y cada uno de los ingredientes necesarios, y, por supuesto, bien conectados e interrelacionados entre sí, que hacen de una novela una gran novela. Juzguen si no ustedes mismos si al final esta historia repleta de amor y amistad por las personas y por los animales no les deja huella, como les adelantábamos ya en un principio.

Ramón Mur Gimeno. “Huellas de herradura”. Editorial digital: BUBOK.COM, 2009


Texto Javier Úbeda Ibáñez

FÁMULO FERRER LERÍN

Como todos los poetas, Francisco Ferrer Lerín, mantiene una ocupación paralela y, a
primera vista, alejada de la dedicación poética; una dedicación intensa a lo que
podríamos llamar “las ciencias de la vida”, una rama de las ciencias naturales que tiene
como objeto el estudio de los seres vivos y, más específicamente, su origen, su
evolución y sus propiedades.

Fiel a los objetivos de las ciencias de la vida, el poeta Ferrer Lerín decidió, a finales de
1976, dedicar su tesis doctoral a la extracción y el análisis de los ornitónimos –los
nombres de los pájaros– contenidos en el Diccionario de Autoridades, publicado entre
1726 y 1739, el primer Diccionario de la lengua castellana editado por la Real Academia
Española y la primera actividad ilustrada del país, tal vez la única. Y aunque la tesis no
se llegó a realizar, daba cuenta de la verdadera dedicación del poeta: la clasificación.
Ferrer Lerín es un magnífico clasificador. La clasificación es una disposición
fundamental del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de
representarlos en un sistema de nombres. Podríamos afirmar que el orden y la
clasificación de los pájaros se distingue muy poco del orden de las palabras que
conforman un poema.

La clasificación es la primera tarea a la que el hombre se dedicó después de contemplar
y observar el mundo concreto de su alrededor. Clasificar tiene como objetivo ordenar la
diversidad de las formas del mundo, dividiéndolas en un conjunto de cosas y
asignándolas a una determinada clase o grupo, para arrancarlas del caos en el que se
manifiestan. Como hace la poesía. La clasificación es la forma más representativa del
pensamiento salvaje, que es la herencia de una larga tradición científica que supone
siglos de observación activa y metódica. El pensamiento salvaje es un pensamiento
científico en el que la percepción y la imaginación se confunden: hay dos vías científicas
diferentes: una próxima a la intuición sensible que Levy-Strauss denomina “primera” o
salvaje y la “propiamente” científica.

El científico salvaje y clasificador –es decir nuestro poeta Ferrer Lerín– no sigue la
línea recta; sigue los rebotes inesperados de la pelota cuando retorna a la pared, los
vericuetos del animal que divaga, o el movimiento del caballo que se aparta para evitar
un obstáculo. Las curvas, los laberintos, las espirales son formas más próximas al
pensamiento salvaje que la línea recta, sin atajos y por el camino más corto. La línea
recta es un icono de la sociedad moderna y ha servido para caracterizar el progreso y
oponer los circunloquios de la tradición oral a la rectitud de las anotaciones escritas.

Cuando el salvaje clasifica se fundamenta en la observación, en la observación de lo
concreto y en la imaginación, mientras que el científico lo hace en la abstracción y en el
principio de contradicción. Para el salvaje, y para el poeta, sin embargo, el principio de
contradicción no existe, puesto que cualquier proposición y su negación pueden ser
verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido.

De todo ello se deduce que la clasificación del pensamiento “primero” se basa en el
principio de analogía y semejanza, –en lugar del principio de identidad y diferencia–
principios que dependen de la observación de lo concreto y de los contactos entre todas
las cosas del mundo que la imaginación reconoce y afirma. Y aquí, en la poesía de
Ferrer, hay un estupenda identificación entre el pensamiento poético y el pensamiento
“primero”.

Una de las ocupaciones de Ferrer, y una constante en su obra, es en efecto la
observación de las especies salvajes por la diversidad de las cualidades sensibles que
ofrece a la observación, y que exige poner en relación unas cualidades con las otras; las
especies domésticas, en cambio, cesan de estimular la atención del poeta, puesto que
están sometidas al único objetivo del rendimiento. Aquí, el poeta ferrer, reencuentra al
Rousseau de las Rêveries du prommeneur solitaire, al Linneo del Sistema de la
Naturaleza y a Buffon, pero tambien a Virgilio, a Lucrecio, a Teócrito y a Borges, que
por el estudio de la naturaleza se realiza un verdadero ejercicio del pensamiento y una
auténtica composición poética.

Es esa manía clasificatoria del pensamiento “primero”, la que practica Ferrer Lerín en
sus libros. Tanto en los científico-filológicos como en el Bestiario, como en los
poemarios De las condiciones humanas o en Cónsul, como en el inclasificable Papur; en
todos esos libros la mente divaga y transcurre por laberintos, túneles y espirales y
puede quedarse inmóvil observando el movimiento de las aves o el portear de las
hormigas.

En los libros de Ferrer todo parece confundirse e identificarse: los humanos con los
animales, los animales con sus nombres, los nombres con la memoria, la memoria con
los hábitos domésticos, los hábitos domésticos con las personas y las personas con las
cosas, puesto que para Ferrer Lerín hay algo de todo en cada cosa. Creo que el que haya
de todo en cada cosa es el lema, tal vez, de su poesía.

Que haya de todo en cada palabra, podríamos rectificar, porque estamos hablando de
un poeta y el poeta trabaja con las palabras –como ese fámulo cuidador de las
palabras– y las palabras con que trabaja Ferrer Lerín son extrañamente poco poéticas,
como en cambio lo son las palabras con que trabaja Rubén Darío o Juan Ramón o
Claudio Rodríguez. Las de Ferrer son del acervo común, también lo son las de Darío,
Jiménez o Rodríguez, pero las de Ferrer Lerín no tienen una tradición poética, no
remiten a estados de la conciencia digamos “excepcionales”, ni son necesariamente
elegantes, ni áulicas, ni su objetivo es la belleza formal. Sus palabras son las que todos
usamos todos los días: ceremonia, centenario, duende, ventana, iglesia o vientre; y sin
embargo, leyendo a Lerín, y reconociendo las palabras en su inmediatez, todas ellas
abandonan el lugar que ocupan normalmente en el orden inmediato de las cosas y se
cubren de una extrañeza que nos deja algo perplejos y algunas veces asombrados o
violentados; puesto que todas las palabras que configuran el poema, sin dejar de ser lo
que son, nos remiten a otro orden de la realidad que no niega a la real, sino que la
expande, la amplía, la violenta a veces, y nos sitúa a nosotros lectores, en un lugar que
no acostumbramos a frecuentar y que a menudo desconocemos, pero que el poema,
como una topografía, nos ayuda a penetrar en él y a quedarnos allí, en aquel lugar, a
pensar, a recordar, a analizar, a comparar lo que sabemos con lo que estamos
descubriendo. Y ciertamente descubrimos, no un mundo nuevo, pero si otra manera de
estar en el mundo y de contemplar lo que tenemos alrededor.



MATUSALÉN, 2

¿Fueron nubes cargadas de agua, cúmulos
tan próximos al parabrís, o lejanas
montañas inéditas
en mi archivo
adolescente?
Varias veces, los tres,
en un juego dorado, frente
a la mole
blanca
o gris, alborozados,
en la carretera festiva, en eso
que luego fue
la nacional
dos, discutimos
-contemplamos la posibilidad, especulamos,
se diría hoy- acerca de, y lo deseábamos,
de que fueran
unas grandes
majestuosas nuevas montañas.
¡Qué padres para una infancia!
La dicha, los tres,
sí, así era, los tres
en el coche ¿Opel? metidos,
camino,
el domingo, y no hay razón, hacia una merienda
campestre, no sé
a qué obedece, en el horror
de mi noche
de hoy, en la soledad, en el frío, por qué
vuelves
otra vez, esa duda
feliz, de qué estaban hechas
esas formas, coliflores
de algodón, o, tal vez, orografías
de matorral, incluso
abriendo, con violencia,
los ojos,
no consigo,
que se vayan.


Esta manera desacostumbrada de estar en el mundo, que suscitan muchos poemas de
Ferrer, está estimulada por la supuesta naturalidad con que se expresa el poeta: por la
palabra común y por la expresión objetiva y racional, donde no hay lugar para la
fantasía ni para elucubración metafísica, manía a la que se entregan tantos poetas. Esto
sucede porque la poesía de Ferrer no es una imitación ni una representación de la
naturaleza, ni de la naturaleza objetiva, ni de aquella otra, subjetiva, que acostumbra a
utilizar juegos privados como metáforas de lo desconocido. Tampoco es una poesía
alegórica puesto que los términos de sus poemas no se refieren a un significado oculto y
más profundo, sino que son, simplemente, lo que dicen sin intención de decir una cosa
por la otra.

Parece, a primera vista, que la alegoría sea el recurso más común en la poesía de Ferrer,
pero no es cierto. Lo cierto es que el lector frente a la perplejidad, el asombro o la
extrañeza que le ha suscitado el poema, se detiene a pensar y a imaginar cuáles son los
mecanismos o los recursos que han ido en su ayuda a la hora de escribir el poema.
Porque no es arbitraria la selección de la palabras, ni la combinación que establecen
entre ellas, ni el resultado de esta operación intelectual, que es el poema. La selección,
la combinación y el poema final, como no es una fantasía de la libertad, es, sobre todo
una evidencia objetiva y necesaria. Necesaria para el poema, necesario para el poeta y
necesaria para el lector. Porque no hay hermetismo, pero si hay un secreto, en la poesía
de Ferrer. Un secreto a voces que, como la carta robada de Edgar Allan Poe, está frente
a nosotros y no sabemos verla. Este secreto está en la meticulosidad con que han sido
escogidas las palabras, como si cada una de ellas, a pesar de su inmediatez, viniera de
lejos, cargada con la experiencia que el autor ha ido acumulando con ellas, desde que
puso los pies en la tierra. Los topónimos, tan frecuentes, nos muestran el paso del poeta
por el lugar, con sus vericuetos, sus atajos, sus bosques y sus amanecidas. Los nombres
propios se nos acercan con las relaciones que el poeta tuvo con ellos o que hubiera
querido tener o que imaginó que tuvo algún día. Los nombres de los animales, los
salvajes, los domésticos y los imaginarios, que cruzan su vuelo con el paso del poeta,
mientras cortan el aire frío de la mañana y por la tarde emiten sonidos graves que el
poeta apenas recuerda.



INVERTEBRATA

No hay pasión mayor para los que amamos el desierto
que contemplar las nupcias de la abeja enana.
Otros, entre los que se cuentan capellanes, enfermeros
y sectores poco eficientes de lo más angosto del Protectorado
prefieren la cópula anodina de la mosca grillo y, los aún más directos,
la higiene concienzuda de la filoxera clavo o la degeneración venérea,
en sus partes blandas, del pseudoescorpión templado.
Al llegar a Erbala, un tenebrio dorsal acebrado fulmina de cruel picadura
al negroide chófer de mi todo terreno, perdido
y sin rumbo, caigo al profundo barranco llamado La Esclava donde
un mudo tropel de sanguijuelas grises
-Barbronia weberi-
acaba con mi flujo sanguíneo
y con la ventura de seguir extasiado
ante el variado plantel de especies entómicas
del kavir nigeriano.


Nombres reales, posibles e imaginarios, construidos con la imaginación y la memoria,
encontrados en alguna lápida de un cementerio abandonado, o escritos a lápiz en un
diccionario holandés del siglo XVII, o construidos en las vigilias nocturnas, mientras
los grajos trajinan entre la catedral y los abedules. He dicho que no era arbitraria la
selección de estos nombres, y no lo es porque surgen de la necesidad de ser vistos,
recordados y ordenados según su incidencia en el campo de acción del poeta Ferrer.
En la poesía de Ferrer Lerín el testimonio cuenta más que la creación. Por eso su poesía
renueva, desde lo íntimo y propio, el lenguaje y sus usos; afronta el riesgo de su salida
pública y, de este modo, escapar a la arbitrariedad y a la retórica decorativa. De ahí el
asombro y la violencia que pueda provocar en la imaginación del lector, su lectura.

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Conferencia pronunciada por el Catedrático de Teoría del Arte de la Universidad Pompeu Fabra
de Barcelona Antoni Marí Muñoz en la presentación del libro de poemas Fámulo de Francisco
Ferrer Lerín en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Jaca el 14 de agosto de 2010. Texto publicado en el nº 774 de la revista Ínsula (junio 2011).

Albada 246


MEJOR CON DULCES


(19 de junio de 2011)

La cafetera es de las de antes. Hasta la habitación donde están reunidas las cuatro amigas llega el sonido del borboteo del café hirviendo. Maúlla a su son, impaciente, un gato.


Juana, que ya está saliendo… voy a apagar el fuego... Y Luisa se apresura. Juana, que camina con más dificultad, entra detrás de ella en la cocina. El ruido cantarín y burbujeante es ahora un chisporroteo que se apaga de improviso; Luisa levanta con cuidado la tapa de aluminio y el aroma del café se extiende por toda la habitación. Juana abre el primer cajón del gran aparador lacado en color turquesa (demasiado moderno, le había dicho a su hija cuando el año pasado se empeñó en reformarle toda la cocina) y saca el mantel de lino bordado y las cinco servilletas. Entran Marta y Simone: ¿y si merendamos hoy aquí, Juana? ¡Es tan bonita tu cocina que da gusto estar en ella! Cambiaré pues el mantel por el redondo más pequeño… ¿abrimos el balcón de la terraza o entrará aún mucho calor? En medio de la mesa colocan la fuente con los pasteles que ha traído Simone, justo al lado de la tarta de chocolate que ha hecho Luisa.


A Juana le gusta el café con un poco de leche fría y Marta lo prefiere solo. Simone y Luisa apenas unas gotas oscuras sobre la taza humeante de leche. Todas se sirven el azúcar, esperando con una sonrisa su turno para coger la plateada cucharilla del azucarero. En la quinta silla antes vacía se ha subido el gato negro que ahora vuelve a maullar.


Dicen que tus vecinos son muy ruidosos, Juana, pero no se les oye ahora ni con el balcón abierto. La anciana anfitriona sonríe dulcemente a sus amigas mientras se mete delicadamente a la boca un trocito de las torrijas con canela que ha traído Marta. Como a tus vecinos, igual le pasó a mi yerno, dice Simone mientras le hace un guiño a Marta. Brindan después las cuatro y al entrechocar las pequeñas copas de cristal tallado caen sobre la mesa diminutas gotas de anís.


Tras la merienda, Juana enciende el gran televisor de plasma colgado de la pared que su hijo (no iba a ser menos que su hermana) se empeñó en regalarle para la cocina nueva, cambia con el mando canal tras canal y decide finalmente apagarla. Estaremos mejor con la radio, ¿no os parece? Laura hace ganchillo, Simone petit-point y Juana y Marta están casi terminando dos pequeños jerseys para sus nietas (a uno, el de color rosa-perla, sólo le falta el elástico del cuello; al otro, al azul-aguamarina, el final de la última manga).


Junto al balcón abierto al atardecer un domingo de junio, toman la fresca cinco amigas, cuatro se llaman Juana, Luisa, Marta y Simone, la quinta se relame la leche de sus largos bigotes. Cinco escobas aguardan en penumbra detrás de la puerta.



Ínsula



LUGARES DE JOAQUÍN COSTA EN GRAUS


Hace unas semanas, la Asamblea Local de la Cruz Roja de Graus me propuso realizar una actividad dentro de la semana cultural para las personas mayores que esta entidad organiza anualmente. Al conmemorarse este año el centenario de la muerte de Joaquín Costa, se trataba de preparar un pequeño recorrido por el casco urbano de Graus visitando algunos lugares vinculados al ilustre personaje.

Iniciamos nuestro itinerario en el monumento a Joaquín Costa que se encuentra en el centro neurálgico de la villa grausina. El monumento fue levantado en 1929, durante la dictadura del general Primo de Rivera, quien asistió a su inauguración. Lo diseñó el arquitecto Fernando García Mercadal y fue realizado por el escultor José Bueno. Se sufragó por suscripción popular y costó cuarenta mil pesetas de la época, de las cuales el rey Alfonso XIII aportó las primeras cinco mil. Representa a Costa en posición sedente, aguantando con su mano izquierda un gran libro que se apoya en su costado. En su parte frontal figuran las fechas de su nacimiento y muerte, 1846 y 1911, y sus dos lemas más conocidos: “escuela y despensa” y “política hidráulica”. En la parte posterior se muestra en relieve la villa de Graus con su basílica de la Peña como lugar más destacado. Muy recientemente el monumento ha sido remodelado, ampliando su perímetro circundante y dando mayor presencia en él al agua y al espacio público.

A pocos pasos del monumento, en el nº 25 de la calle Salamero, se encuentra la casa donde vivió y murió, en 2007 a los 94 años de edad, José María Auset Viñas, en cuyo recuerdo se ha colocado recientemente una placa en su fachada. Auset Viñas fue sobrino nieto de Costa y estudioso y guardián de su legado. Era nieto de Martina, una de las hermanas de Costa. Joaquín Costa Larrégola, originario de la pequeña localidad de Benavente, y María Martínez Gil, natural de Graus, tuvieron once hijos, de los que sólo sobrevivieron cuatro: Joaquín, Martina, Vicenta y Tomás.

Siguiendo por la calle Salamero, tomando luego la Fermín Mur y Mur o de Benasque y pasando por la plaza y la calle Mayor, llegamos a la placeta Coreche. Allí, en la casa nº 6 que hace esquina con la calle del Prior, está el edificio en el que Costa vivió con su familia entre 1852 y 1863, desde los seis hasta los diecisiete años. Actualmente sigue habitada y se conoce como casa Fernandito. En ella se instaló, al parecer de alquiler, la familia Costa cuando regresó de Monzón a Graus en 1852. Los padres de Costa eran campesinos pobres que fueron a Monzón en busca de una vida mejor. Allí nació su primer hijo, Joaquín, en 1846. Las cosas tampoco fueron demasiado bien en la ciudad montisonense y la familia regresó a la capital ribagorzana que doña María no había dejado de añorar.

El joven Costa pasó en Graus parte de su infancia y su adolescencia sin ser demasiado feliz. A la pobreza de su familia se unía su afición a los libros y al estudio que no siempre era bien vista en aquel rudo ambiente rural. Algunos llamaban despectivamente fraile y afanoso al joven lector. En la escuela, con el maestro don Julián, comenzó a destacar por su capacidad e inteligencia. Ayudó a su padre en las tareas del campo y parecía destinado a sucederle en ellas. Pronto empezarían a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad muscular que lo martirizó toda su vida. Soñó con ingresar en el ejército, pero sus problemas físicos le impidieron siquiera realizar el servicio militar. En 1863, y tras algunas reticencias paternas, el joven Joaquín fue enviado a Huesca a trabajar como criado en casa de don Hilarión Rubio, un pariente lejano, maestro de obras o aparejador, bien acomodado en la capital oscense. Costa siempre se sintió humillado por el desdén con que, debido a su origen humilde, fue tratado en casa de su pariente. Sin embargo, en Huesca pudo cursar estudios superiores y empezó a desarrollar su brillante trayectoria intelectual.

Nuestra siguiente parada es la casa en la que Costa pasó el último tramo de su vida, en el nº 5 de la hoy denominada calle Joaquín Costa. Aquí vivió el ilustre polígrafo durante siete años, desde 1904 hasta su muerte en febrero de 1911. En un artículo incluido en la reciente publicación “Joaquín Costa, el sueño de un país imposible”, editada por Heraldo de Aragón, José María Auset Brunet, hijo del citado José María Auset Viñas y por tanto sobrino biznieto de Costa, escribe un magnífico artículo sobre los últimos años en Graus de su ilustre antepasado. De esta colaboración, titulada “El ambiente familiar y el carácter de Costa”, reproduzco íntegramente sus primeras líneas:

“A partir de septiembre de 1904, agravada su enfermedad, desengañado de la política y sobre todo de los políticos y con el convencimiento de la imposibilidad de reformas políticas que hicieran progresar el país, Joaquín Costa se retiró definitivamente en Graus. Fijó su domicilio en la casa de la calle Nueva o Camino del Molino –después llamada El Porvenir y hoy de Joaquín Costa-, donde vivían su hermana Martina, casada con Antonio Viñas -joven y emprendedor maestro de obras y contratista- que habían edificado recientemente, y de cuyo matrimonio nacieron tres hijas: Balbina, Carmen y Pilar. En dicha casa, salvo un viaje a Zaragoza, dos a Madrid, una estancia inferior a un año en la segunda planta de la casa de Ramón Auset -casado con Carmen- en la que hoy es calle Salamero nº 25 y un verano que pasó en la fonda de la estación de Selgua por motivos de salud, Costa permaneció hasta su muerte. Instaló su estudio en un cuarto de unos 20 metros cuadrados de la planta tercera que no se encontraba habilitada como vivienda y, mientras su estado físico se lo permitió, vivía –más bien dormía, pues pasaba la mayor parte del día y de la noche en su estudio del tercer piso- en el piso segundo, en una sala con alcoba.”

El estudio o despacho de Costa, que se conserva tal como él lo dejó, sorprende por su absoluta austeridad. Una mesa, una silla, una mecedora y unos estantes con libros es todo su mobiliario. Debido a la enfermedad que dificultaba cada vez más sus movimientos, Costa necesitaba de la ayuda de su hermana y su sobrina para subir y bajar los diecisiete escalones que separan las plantas segunda y tercera del edificio. En verano, sus amigos Carrera, Rosell y Gambón le acompañaban con frecuencia a dar algún pequeño paseo. Iban provistos de un botijo de agua fresca y de la mecedora de su estudio, en la que Costa se sentaba a la sombra de unos árboles, en el lugar donde hoy se encuentra la glorieta que lleva su nombre.

Desde la ventana de su estudio, Costa veía unas montañas próximas conocidas como Las Forcas, situadas al otro lado de la confluencia de los ríos Ésera e Isábena. En ellas manifestó en alguna ocasión su deseo de ser enterrado. Sin embargo, a su muerte, y tras diversas incidencias, sus restos acabaron reposando en el cementerio zaragozano de Torrero.

Este recorrido por los lugares costistas de Graus puede completarse con la visita al monumento a José Salamero, ilustre sacerdote grausino y tío de Costa, cuyo busto, esculpido también por José Bueno, se encuentra a la entrada del recinto de la basílica de la Peña. Tío y sobrino mantuvieron una relación familiar con más desencuentros que afinidades.

Joaquín Costa es el más ilustre de los personajes que Graus ha dado a la historia y la cultura españolas. Conocer su vida y su obra es conocer lo mejor de nuestro pasado.

Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado en Diario del Alto Aragón

Imágenes: Casa donde vivió Costa entre los seis y los diecisiete años -la blanca que hace esquina-, casa donde Costa vivió los últimos siete años de su vida y donde murió en 1911, estudio de Costa en dicha casa y monumento a Costa en Graus.