Gobierno de la parra



Geórgicas, II, 346-370
Diré también que, sean los vástagos que sean
los que quieras plantar por los bancales, rocíalos
de mantecoso fiemo y recuerda que los cubra
la tierra en abundancia, y no dejes de echarles
también piedras porosas o conchas arrugadas;
se escurrirán las aguas entre las hendiduras
un aliento sutil se meterá hasta dentro,
se animarán las plantas. Y hay quienes colocan
encima una piedra o un grueso ladrillo,
defensa esta contra lluvias desatadas
y cuando la Canícula, el ardiente estío,
resquebraja los campos que ha abierto la sed.

Plantados los mugrones, aporcar queda las cepas
una y otra vez, tirar de fuerte agalla,
o remover el suelo a fondo con la reja
y meter por las viñas los bueyes renuentes,
y luego aparejar las cañas finas, las varas
tiesas y repeladas, las estacas de fresno
y las valientes horcas, para que los pimpollos,
al recio rodrigón encaramados, se hagan
a soportar los vientos y de rama en rama
seguir trepando hasta las copas de los olmos.

Y mientras la infancia medra con hojas nuevas,
con los tiernos pámpanos hay que tener cuidado,
y si el sarmiento sube alegre a las alturas,
disparado a rienda suelta en el vacío,
no hay ni que arañarlo con el filo de la hoz,
sino pinzadas arrancar las hojas con la mano,
e ir así escogiéndolas. Cuando, tiempo después,
la parra se extienda abrazada a los olmos
con sus fornidos troncos, arráncale el cabello,
pódale los brazos. Antes temen al hierro,
gobiérnalas ahora con rigor, y mantén
a raya los ramajes que se te desparramen.