¡Sobre todo, las anagnórisis!


               En un mundo tan argumentado como el nuestro, el no ocurrir tiende a identificarse con el no ser. Rara vez se pregunta de una novela, antes que nada, si está bien escrita, sino, más bien, de qué va. Leyendo Peñas arriba, sobre todo su espléndida segunda mitad, todo lo relativo al invierno, la caza del oso y la muerte del patriarca don Celso, antes de ese final de primavera que en la novela es una razón de ser por el mismo motivo que ahora nos parecería un tópico costumbrista (la decisión de Marcelo, el narrador, de dejar Madrid para siempre, largarse a las montañas y casarse con una aldeana, Lita, “aquella criatura de tan equilibrado organismo”), me asaltaba cada pocas páginas esa irritación posmoderna de la necesidad de la sorpresa permanente, o bien el temor a que cualquier detalle previsible ya desmonte el edificio de la novela. Y no es así. Uno no es muy amigo de las arquitecturas imprevisibles, y todavía intenta disfrutar de eso que antes se llamaba la armonía del conjunto, la proporcionalidad de las partes, etc. “Bueno, esto ya sobra”, decimos llegando al final, por más que Galdós nos haya educado en no ser así de displicentes con la falta de prisa, pero llevados por esa necesidad de lo insólito que los realistas habían felizmente superado. Mucho más interesante era buscar lo curioso que lo insólito, lo que no suele verse tan de cerca que lo que no suele verse nunca.
               Los antiguos no esperaban la sorpresa como recompensa (toda sorpresa lo es a costa del olvido de lo que la precede), y por eso en las tragedias de Sófocles un sujeto salía al escenario antes de empezar la función y contaba al público el argumento. No era solo un ponerlo en situación. Se les contaba el final incluso, para que el espectador no tuviera que perder el tiempo imaginando lo que va a ocurrir. Se le desviaba del suceso para centrarlo en la situación. A esta novela le habría venido bien un breve argumento al principio, un subtítulo inclusive: Historia de Marcelo, contada por él mismo, que fue a atender a su tío a las montañas cántabras y decidió quedarse y ser el patriarca de Tablanca. Todo lo demás es la sota, el caballo y el rey de las novelas rurales decimonónicas: el cura bonachón, el amigo sordo, las criadas asustadizas, los mozos nobles y salvajes, el médico íntegro y la criatura de equilibrado organismo, eso sí, con una tesis sin el menor disimulo. Pereda cree en el regeneracionismo tradicionalista, en un patriarcalismo de hombres buenos que sirven de socorro y munificencia a los pobres aldeanos (“la puchera de los hombres de Tablanca”), siempre y cuando se recuerde, como recuerda otro patriarca en el largo entierro de don Celso, que “hermosa es la luz; pero no hay que abrir de repente todas las ventanas a los que han vivido a oscuras por achaques de la vista; pues hay que temer las locuras que entran por los ojos deslumbrados”. Es decir, el aldeano en su ignorancia y el señor en su generosidad. Si quiere.
               Todo esto nos parece una rancia barbaridad a nosotros que vivimos en un patriarcalismo estatal, al albur de que el señor del castillo decida ser más o menos munificente con los rendimientos de nuestro trabajo. Los patriarcas de Pereda despreciaban a los caciques facinerosos, y sus aldeanos los temían, del mismo modo que ahora nosotros votamos al patriarca que nos ponen delante y rezamos para que no sea un aprovechado, o un ladrón. Si me leo un par de novelas de Pereda más seguidas me voy y me apunto al partido carlista, que está, o estaba, en la calle del Limón, algo como lo que le debió de ocurrir a Valle-Inclán cuando leyó esta novela, por la de posibilidades narrativas que apunta con su mundo nebuloso y revenido, la de seres excesivos que se crían en los valles montañeses.
               Pereda da varios ejemplos en el libro de su desprecio del argumento. Muy bien traída está la anotación de Antonio Rey en la edición de Cátedra donde la leo: “¡Ah los argumentos!..., las sorpresas, lo desconocido…, lo inesperado, las anagnórisis, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las anagnórisis! Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste banquero, mendigo aquel, duquesa aquella, menestrala la otra; aquí un niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vio… y es el único personaje que podía delatar al criminal, que es un caballero tétrico…” Y el propio Pereda lo demuestra andando con el episodio de Facia, la criada gris a la que un barbián desaprensivo chantajea. Pereda, tras demostrar que no le cuesta mayor esfuerzo crear una intriga muy entretenida, saca un auténtico deus ex machina, la misma nieve, el propio invierno, y se carga al malo justo cuando le tocaba entrar en escena. El malo no pinta nada en la pasión y muerte del señor de Tablanca, un largo tapiz que yo me imaginaba pintado por Zuloaga, aunque a veces leyera párrafos tan ortodoxamente decadentes como este:
“En la cama del enfermo, la colcha de damasco rojo de los grandes días, y vuelto sobre ella, el amplio y bordado embozo de una sábana de lujo; las almohadas, con fundas de grandes guarniciones muy tiesas y escaroladas, y el enfermo mismo, con camisola limpia, calentada poco antes al brasero y sahumada con tomillo, sobre el espeso chaquetón elástico que le abrigaba el tronco; junto a la cama, una alfombra en lugar del felpudo de siempre, encima de la cómoda, cayendo en airosos pabellones por los lados, otra colcha de las buenas de la casa, y sobre ella, esperando mejor destino, el crucifijo de marfil, seis candeleros de plata, un vaso con agua bendita y un ramito de laurel.”
               Otra vez Valle. O Solana, en la magnífica descripción del velatorio, o en esas cuevas donde huele “a sótano y a musgo y a perrera… y a hombres escabechados”. O, en fin, la maestría descriptiva en su versión paisajística, muy clásica, muy virgiliana, o en ese subgénero que a mí me fascina, el de la descripción de objetos útiles, que son a la literatura lo que las grandes fábricas antiguas a la arquitectura, arte involuntario, y por ello, quizá, más puro. La descripción de la alacena donde don Celso tiene metida la caja fuerte es una de las páginas maestras de la novela, un alarde de claridad y precisión, otra demostración más de que Pereda no estaba sometido a sus limitaciones novelísticas sino a sus elecciones. Porque limitaciones yo no le veo ninguna.