Albada 262


LA CAJA DE METAL

(16 de octubre de 2011)

La caja es de metal, parecida a la que de niña veía utilizar a su madre para guardar los hilos, las tijeras, el jaboncillo azul de marcar la tela y el dedal. Ni siquiera recuerda cuándo decidió conservar en ella cosas que no quería perder. Quizás la tiene desde los 9, los 10 años (es la fecha que aparece en las papeletas con sus notas de solfeo que también guardó allí).
Las cuatro de la noche y el sueño, que como ayer y antes de ayer no llega, dan para mucho, sobre todo da mucho tiempo para pensar ante cada una de las ventanas oscuras de la casa. Esta nueva madrugada de insomnio ha cambiado la lectura por enredarse dentro de los cajones que apenas se abren y escudriñar en las estanterías más altas a las que rara vez nadie se sube.
Lo hace despacio, con mucho cuidado para no despertar a alguno de los suyos, los queridos durmientes, ajenos por completo a las dos realidades que coinciden en este mismo instante dentro de la vivienda: sueño y vigilia, los dos ávidos, codiciosos amos que no admiten medias tintas y atrapan a los humanos al completo, sin concesiones.
Ha subido a una silla. La caja está al final de la estantería, de tan al fondo, ni se ve. La palpa con la puntas de los dedos, la arrastra con las palmas, hasta que al final aparece enfrente mismo de sus ojos. Cuando vuelve a pisar el suelo, se sienta y la pone sobre sus rodillas. La mira antes de abrirla: no tiene prisa, sabe que las horas son más largas hasta el alba y que lo que contiene la caja le será tan familiar y a la vez tan inquietante como su reflejo en el espejo. Como si fuera una asaltante de su propia vida, va sacando uno a uno papeles ambarinos escritos con tinta azul y caligrafía de niña que lee con una sonrisa, viejas agendas con direcciones ya inexistentes, sobres repletos de fotos en blanco y negro... el diario de tapas azules y candado de juguete... postales con dedicatorias de novios quinceañeros, un recorte de periódico con su nombre en negritas, los resultados del análisis por el susto aquel…
Va dejando a su lado todo: la copia de su primera paga, las cartillas sanitarias de cuando sus hijos eran bebés con sus listados de vacunas, sus gráficas de peso y altura… -gramo a gramo, centímetro a centímetro cada mes, ¡aquellos números que tanto significaban!-, el mechero verde de Bic, la entrada del concierto de Los Secretos, el aro de plata, el llavero con la única llave...
Extendidos a su alrededor, aquellos objetos cotidianos han adquirido un aspecto que los hace diferentes. Es, desde luego, algo más que lo que pinta la pátina del tiempo... es... como si de tantas emociones contenidas se les haya abrazado un halo especial de extraordinario, como si les hubiera crecido peso y fragancia.. como si el trozo de vida prendido en ellos los hubiera vestido de más Ser. Ella sabe, que aunque parezca imposible, aquellas cosas
existen más.
Sensaciones difíciles de explicar a las siete de la mañana. Ya se oye el ruido de la ducha, y pronto la casa se sumergirá en olor a café. Sobre la silla empuja los recuerdos hasta el fondo de la estantería.
Las viejas cajas de metal llenas de recuerdos son salvavidas de las noches oscuras, farolillos que a veces encendemos para no caernos más. Las cajas de metal llenas de recuerdos son como el otoño: dulce, triste, necesario y muy, muy hermoso.