El Lenin marroquí


Estoy leyendo, entre arcadas, el tomo de Paul Preston sobre la violencia antes, durante y después de la guerra civil. Por más que habla de hechos conocidos –y probados-, su articulación histórica produce verdadero pasmo. El arsenal de datos que incorpora es un repicar constante sobre la misma pregunta: cómo fue posible llegar a semejante grado de salvajismo. Por eso Preston arranca desde la misma proclamación de la República, y deja claro que allá por el 34 la suerte estaba echada.
               A su modo de ver, las razones del conflicto fueron, como es sabido, las luchas sociales, el hambre contra el poder y la igualdad de los ciudadanos contra el régimen católico feudal, pero hay un detalle que se suele pasar por alto y al que Preston da la importancia que tiene. Solo con la propaganda fascista y su enaltecimiento de la violencia o con la retórica del miedo al célebre contubernio judeomasónico (sobre todo en un país en el que apenas había masones y casi ningún judío), no se termina de explicar semejante pudridero de conductas. José Calvo Sotelo, según recuerda Preston, llamaba al socialista Largo Caballero “un Lenin marroquí”, expresión en la que se condensa toda la base teórica de los desalmados que provocaron semejante carnicería. Lenin representa al demonio, las costumbres licenciosas, el anticlericalismo, la sola sospecha de que puedan terminarse de golpe y porrazo privilegios conservados placenteramente durante siglos; es el miedo y el peligro, un ejército invisible de judíos que corrompen a las naciones que sí tienen estado. Cuando uno repasa las ideas, por llamarlas de alguna manera, de los teóricos del régimen como Onésimo Redondo o Ramiro Ledesma, lo único que en su favor puede concluir es que les interesaba una retórica para iletrados. La otra conclusión es que eran así de tontos, lo que añade más espanto a lo que sucedió después.
Pero marroquí representa el verdadero fondo del asunto. Preston explica minuciosamente cómo se comportaban los generales africanistas, acostumbrados a matar moros como conejos y a desfilar con despojos de sus cuerpos ensartados en la bayoneta, un tipo de desfile que, por cierto, y dicho sea con dolor, durante la guerra también recorrió las calles de Teruel, aunque en ese caso las orejas, testículos o cabezas ensartadas por los legionarios no eran de moro sino de campesino de la sierra o soldado republicano. Moro representaba para aquellos generales una denominación de algo que no llegaba a ser persona, y que por lo tanto no computaba para el quinto mandamiento ni para el segundo del resumen. Se puede jugar al fútbol con la cabeza de un moro rebelde y luego rezar un rosario como se pueden cazar codornices y luego asistir a misa y comulgar. Al llamar a Largo Caballero Lenin marroquí estaba reafirmando una cuestión de casta: Largo Caballero, y con él todos los socialistas y, por extensión, todos los que no tenían fe ni propiedades, eran una raza inferior de ser humano para con la que no valían los versículos del evangelio. Matarlos era tan higiénico como acabar con las alimañas.
Sólo así se comprende que se llegase a extremos de sadismo como aquel “Come República” con el que los terratenientes dejaban perder su cosecha antes que dar trabajo a los campesinos, o las jornadas de caza con que ciertos señoritos empezaron desde muy temprano a solazarse. La nómina de los reyezuelos sanguinarios parece a veces un cartel de toros: Parladé, Murube y el Algabeño, podría ser uno en la muy machacada Andalucía. Y más al norte: cuando el diputado comunista por Málaga dijo que los trabajadores tenían hambre, “un diputado de la derecha le gritó que él y el resto de la mayoría también tenían hambre, y con esto concluyó el debate”.  Se mencionan en el libro toneladas de crímenes horrendos, pero anécdotas como esta son las que más duelen. No sólo las bestias pardas africanistas tenían menos consideración por el trabajador y el campesino que por los animales silvestres, sino que los señorones de Madrid, que solo habían tenido un moro cerca en los vistosos desfiles de Regulares, tampoco eran mancos. Poco podían esperar los desposeídos de radicales como Salazar Alonso, un acémila que sustituía consistorios a capricho y restauró la españolísima tiranía del terror, amén de contribuir al alzamiento, o derechistas como Gil Robles, empeñado en recrudecer el castigo del hambre precisamente para forzar una revolución que convirtiera la hecatombe en lo que los obispos de entonces llamaban la cruzada necesaria. Gil Robles no ha pasado a la historia por crímenes de guerra. Su papel fue llevar al extremo la desesperación de los unos y la sed de violencia de los otros. Para él el problema estaba más cerca de una revuelta de esclavos que de un conflicto civil. Para lo primero, desde tiempos de los romanos ya se sabía cómo actuar, sobre todo si los esclavos eran bárbaros.
Muchas veces me he preguntado cuándo terminó esa conciencia de casta, de superioridad racial entre compatriotas, eso que me decían en la escuela que sucedía en la India. Supongo que hasta los años setenta no vencimos esa distrofia social, pero aún tuvo que pasar mucho tiempo antes de que algunos campesinos y trabajadores dejasen de hablar del amo y todos cobraran conciencia de que la ley les protegía de los abusos y los atropellos. Al menos don Miedo ha venido a guardar la viña, y ya no es concebible que un empresario o terrateniente se comporte como se comportaban aquellos sin que se enfrente a las leyes o a la posibilidad de una respuesta igual de despiadada. La crueldad es ahora más formal, más legalista, más homologada con el neoliberalismo internacional. La dignidad compartida (al menos de iure) es, en apariencia, un acuerdo definitivo. La derecha española disimula como puede su conciencia de superioridad racial, de que el poder les corresponde por ley natural y de que a este mundo se viene a ser jefe o empleado. Il duce ha sempre ragione, pero, por regla general, ya no es tan salvaje.
¿Y la izquierda? En esa primera parte de la obra de Preston sólo se habla de las raíces, las excusas, los deseos. Muchos de los protagonistas de esta sección acabarán fusilados en páginas posteriores, como el energúmeno Salazar Alonso, ejecutado por un tribunal popular, o como Antonio Plano, alcalde de Uncastillo, ejecutado por el ejército de Franco. Algunos, como el general Batet, también pagarán el haber evitado que Franco bombardeara Barcelona durante la revolución de octubre. O como el también general López Ochoa, que se atrevió a protestar ante Yagüe (su subordinado entonces) por las macabras celebraciones del ejército, que se paseaba con orejas de minero ensartadas en collares, y a quien Yagüe, como toda justificación, le puso una pistola en la cabeza. En tétricos números redondos, por cada asesinato cometido por la izquierda, la derecha cometió tres, un dato que Preston aporta con la suficiente cobertura y precaución como para que, por un lado, empecemos a matizar la teoría del empate a crueldad, y por otro no perdamos la noción de que todos los muertos, los unos y los treses, estaban y podían haber seguido estando vivos. De momento, en los sucesos de Asturias murieron 256 guardias civiles y soldados y 2000 obreros asturianos.
En el libro de Preston todavía no ha triunfado el Frente Popular ni la guerra misma. Tan sólo se oyen tiros en los mítines fascistas de Valladolid, tumultos entre jóvenes peinados. En algún pueblo la gente se ha rebelado, la FAI ya no comulga con la tibieza socialista. La crueldad gratuita en el bando republicano aún no ha hecho acto de presencia. En Guadix los campesinos tenían que comer hierba, como las cabras, y en Baena un testigo llegó a escribir: “Aquellos señores que se gastaban ochenta mil duros en comprarle un manto a la Virgen o una cruz a Jesús escatimaban a los obreros hasta el aceite de las comidas y preferían pagar cinco mil duros a un abogado antes que un real a los jornaleros, por no sentar precedente”. Según el propio Azaña dejó escrito, en 1934 “la Guardia Civil se atrevía a lo que no se había atrevido nunca. La exasperación de las masas era incontenible. Los desbordaban. El Gobierno seguía una política de provocación, como si quisiera precipitar las cosas”.
Me quedan casi seiscientas páginas de sangre. Los acontecimientos aún no se han precipitado. Las bayonetas están limpias todavía, sin despojos de ser humano. Pero ya está claro quién pertenece y no pertenece a la tribu del Lenin marroquí. En la página 150, a los confeccionadores de listas de moros ya les duele la muñeca. Todas esas listas, como en las tragedias clásicas, se corresponden con asesinatos cometidos dos o tres años después. En ese sentido el estilo de Presto es impecable. En el libro siempre da la sensación de que están al caer, que todo está permanentemente a punto de estallar. El torrente de datos se cruza con cuadrillas sedientas de violencia y proclamas delirantes. Uno casi se aparta un poco mientras lee, no tanto porque vaya a explotar el libro cuanto por la desazón que, por muy bien escrito que esté, produce semejante aluvión de horror.