Albada 240





SNACKS Y CIA


(8 de mayo de 2011)

Ahora que el espectáculo sale al aire libre y las terrazas ocupan metros y metros de la piel más festiva de la ciudad, el aspirante a escritor se siente más voyeur que nunca. Fin de semana. Atardece. Elige la más llena de gente y consigue la última mesa libre. A duras penas contiene las ganas de sacar la moleskine roja (siempre caprichoso, pidió a los hijos para su cumpleaños que se la compraran de ese color) y la vieja cómplice montblanc (regalo de novios). Cuando el camarero ya le ha servido la cerveza y los snacks –así los llama su mujer desde que estuvieron en aquel crucero– mira alrededor y suspira satisfecho.



A veces, como ésta, tiene suerte y en lugar de las habituales frituras de pseudo-maíz y patatas con sabores, en el pequeño plato ovalado brillan rutilantes una docena de olivas (lustrosas, hermosas aceitunas de verde suculento, tierno, carnalidad cetrina rodeando al duro corazón). Su mujer, con mohín de desagrado tuerce la boca; le gustan bien poco las aceitunas, tanto como le encantan a él; es un aperitivo ordinario, a menudo demasiado salado, le dice, y encima con el incordio de tener que sacarse los huesos de la boca con los dedos, ese desagradable gesto, tan poco fino… y luego el espectáculo continuo de los restos repelados a la vista de todos, allí, presidiendo el medio del velador…



Para cuando ella se ha puesto la chaqueta sobre los hombros y lleva ya la tercera queja (¡qué aburrimiento estar allí parados, y encima con lo que está refrescando la tarde!), él ya ni finge escucharla: ha puesto en marcha su sentido favorito, ese que a fuerza de horas y horas de práctica ha conseguido dominar a la perfección. Observa y disimula, aguza los oídos, se pone las gafas de sol, a veces toma notas y otras aparenta mirar concentrado el plato de las aceitunas… Nadie, salvo su mujer que cada día lleva peor lo que ella llama “manías”, repara en sus “maniobras”.



Esta tarde, como quiera que ha comenzado a leer el último libro de Javier Marías, le ha dado por reparar en las parejas. Las narraciones de amor siempre dan mucho juego, se venden bien, piensa. Y no es que espere encontrar en las mesas vecinas a la “pareja perfecta” protagonista de la historia del “maestro”, pero se ha ido poco a poco entusiasmando al coger al vuelo alguna frase perdida. Las expectativas pintan bien, como un torrente se le amontonan imágenes de desencuentros, celos y traiciones, historias rotas, malentendidos... material de primera mano para escribir su propia novela. Sin levantar la vista comienza a tomar notas.



No te quiero, no aguanto más, aquel amigo, démonos un tiempo, pensarlo, dolor, sé razonable, intentémoslo de nuevo, no te quiero, no aguanto más, por qué no me lo dijiste, aquel compañero, no te quiero, no aguanto más… aquel verano que te quedaste sola, tu compañero, el más joven, no te quiero, no aguanto más; tu familia te indispone contra mí, mentira, celos, saturada, culpa, no te quiero, no aguanto más… intentémoslo de nuevo, él no fue nada, no te quiero, no aguanto más, una tontería de verano, lágrimas, besos… perdón, sigamos, no te quiero, no aguanto más
La página de la pequeña agenda está casi llena y él sigue escribiendo sin levantar la vista... tiene ya todos los datos del desamor y el reencuentro de la pareja de al lado, aunque hay algo que no le encaja, algo que chirría entre aquellas frases cogidas a vuela pluma…
Ya no te quiero, no aguanto más… cuando lo vuelve a oír sabe que son esas palabras, precisamente esas, las que no van con la historia de amoríos con final feliz. Alza la vista y ve a su mujer repitiéndolas en voz muy baja mientras se levanta: son sus palabras las que se han colado en la historia, las que no se ajustan, y él apenas ha reconocido su voz, tan acostumbrado a oírla todo el tiempo…



Ahora la mujer del aspirante a escritor se aleja. El la mira atónito y en su descuido deja la agenda sobre el plato repleto de huesos de aceitunas. Los ocupantes de las mesas vecinas siguen sus historias; la de él, la suya que no escribirá nunca, acaba de empezar.