Albada 241







MI CHICA DE LA BICI


(15 de mayo de 2011)

Les contaré que fue en la hora más calurosa del día. Sus voces me sacaron de ese sopor del mediodía que te abriga con un dulce e inestable duermevela. La primera vez que la vi, como digo, hacía mucho calor –a pesar de que aún estábamos en primavera– y era la hora de la siesta. Iba despacio, en grupo; charlaba animada con un par de chicas más que pedaleaban a su mismo nivel, abarcando todo el ancho de la calle, vacía de coches en aquellas horas. Un poco más atrás, esta vez en fila y ocupando estrictamente la zona reservada para bicicletas, iban otros dos chicos que de vez en cuando les hablaban, o casi gritaban. Todos parecían divertidos y sus risas se solapaban, atropellándose sobre las paredes gastadas de los antiguos palacetes, repicando en los cristales de los balcones cerrados, perdiéndose, por fin, entre las pilastras de los portales adintelados…


Aquel día, aquel primer día, pude contemplarla largamente, primero de frente, luego de espaldas, incluso al final me tropecé entusiasmado con su perfil cuando, al llegar a la plaza, el grupo giró hacia la calle de la derecha y desapareció de mi vista. Siempre me he preguntado cómo no había sabido antes de ella, cómo había podido vivir cada uno de mis días anteriores sin conocerla. Quizás porque hacía poco tiempo que frecuentaba aquel barrio antiguo de la ciudad y andaba como despistado; quizás porque en realidad nunca la había visto. Sí, era eso: la casualidad había sido cruel conmigo y no me había permitido verla antes; de otra forma no habría podido nunca dejar de reparar en ella, de otro modo no habría podido olvidarla.


A partir de entonces, la esperé cada día en la esquina del viejo caserón que daba comienzo a la calle. Quieto, en silencio, la veía pasar unas veces acompañada, muchas otras veces sola, pero siempre montada en bicicleta.
Iba y volvía; se perdía al final de la plaza y aparecía de nuevo un tiempo después por cualquiera de las pequeñas callecitas que desembocaban allí... y entonces (¡sí!) al encaminarse ya de retorno a su casa pasaba muy cerca de la esquina donde la esperaba yo, paralizado, inmóvil, palpitándome el corazón como nunca antes me había pasado. A veces era muy tarde cuando regresaba y lo hacía muy deprisa; eran esas noches en que yo oía también lejanas músicas y la suponía de fiesta con sus amigos de la Universidad; esas noches, aunque el cansancio me cerrara los ojos, yo la esperaba en pie junto a la puerta de aquel palacio ruinoso del principio de la calle, leal vigía, firme vigilante. Los sábados por la mañana, sin embargo, la veía aparecer pedaleando muy despacio, esta vez el cestillo de la bici cargado de fruta y no con los acostumbrados libros.



Por mi parte yo nunca me movía de la acera; pegado a la pared no me atrevía tan siquiera a hacer un intento por acercarme. Además, pensaba, siempre sobre aquella bicicleta hubiera sido muy difícil abordarla, colocarse frente a ella (llegué a tener un curioso sentimiento bipolar, un amor/odio por aquella máquina de dos ruedas que tan pronto me la acercaba rápido como me la alejaba con la misma diligencia veloz). Les confieso también que más de alguna vez sentí unas irrefrenables ganas de salir corriendo detrás de ella, de echarle un pulso a su bicicleta y ponerme a su lado en una loca, loquísima carrera… ¡todavía no sé cómo me contuve!



Pasaron lluvias, pasaron otros mediodías sofocantes, pasaron noches de fiesta y compras en mercados… Pero un día sucedió… un día ella paró su bicicleta justo frente a mí. Fueron quizás segundos, pero me parecieron siglos enteros, eternos, en los que no me moví, ni pestañeé, sólo seguí mirándola arrebolado.
Les diré ahora, que la primera vez que por fin la contemplé con los pies en tierra, fue precisamente entonces, cuando ella dejó su bicicleta apoyada en la pared... se me acercó… me habló… y... ¡me acarició!
Sería por mi torpeza de ser aún un cachorro, sería porque el flechazo hacia mi nueva dueña me impedía ser más avispado, el caso es que yo nunca había imaginado que mi chica de la bici se hubiera fijado en mí ya hace tiempo, justamente aquel caluroso mediodía en que me pilló desperezándome sobre la acera.
Ahora, ventajas de ser el perro de una chica “sobre ruedas”, voy a todas partes en el cesto de su bicicleta y les confieso que lo que más me gusta de mis continuos y divertidos viajes es cuando mi ama enfila rápida la “conocida” calle y paso junto al antiguo caserón... entonces, olfateando el aire –hocico al viento– lanzo dos ladridos al cielo lleno de felicidad, embriagado de velocidad...