Un taller con mucha luz


El próximo sábado, a las ocho y media de la tarde, se proyectará en el cine Maravillas el documental Un taller con mucha luz, sobre artistas que viven y trabajan en Teruel: los escultores Carmen Escriche, Diego Arribas y Remedios Clérigues, los ceramistas Fernando Torrent y Reyes Esteban, los fotógrafos Leo Tena y Mª Ángeles Pérez Hernández, la grabadora Caterina Burgos y los pintores (y, en su caso, escultores) Carlos Gómez Silva, Pascual Berniz y Gonzalo Tena, aparte del historiador Ernesto Utrillas, cuyo blog sobre arte contemporáneo en Teruel no me canso de recomendar. De hecho fue una insólita exposición comisariada por él, Desde la sombra, la que nos dio la idea para embarcarnos en este documental.

            El resultado ya lo juzgará el que lo vea. Yo solo puedo hablar de las intenciones, de lo que queríamos y, sobre todo, de lo que no queríamos. No queríamos que filosofaran sobre el mundo contemporáneo ni sobre el significado de sus obras, ni tampoco que nos contaran su vida. Las preguntas “¿qué has querido decir con esta obra?” o “¿qué es el arte?” o “¿qué haces cuando te levantas por la mañana?”, tan bochornosamente frecuentes, estaban de antemano descartadas, y todo lo que pudiera referirse a ellas. No nos interesaba la vida privada del artista ni el mito del sufrimiento espiritual ni la colección de frases campanudas que suelen acompañarlos. No queríamos que hablara el busto que tendrán sino el ser humano que crea en unas circunstancias muy concretas.
            Partimos de la base de que en el arte, en el fenómeno de la creación artística, el entorno sigue siendo tan influyente como siempre pero ya ninguno es imprescindible. Salvo para los amigos de la fascinación cosmopolita, esos que piensan que sin vivir en París, como hace un siglo, no se puede ser artista, o que aún confían en que la ovejuna vida de gran ciudad inspira más que el puto campo, los que ahora se dedican al arte no tienen tanta necesidad de entorno urbano como de espacio propio. La patria del artista es su taller y lo que ve cuando sale del taller. El catálogo de preocupaciones se reduce entonces, en Nueva York y en Cedrillas, al artista y a su obra, a las cuestiones fundamentales sobre las que un artista debe optar, esas elecciones de método, de principios o de objetivos sin los que más vale que se despida de tener una huella propia.
            Así, entre otras muchas cosas, les preguntábamos sobre los límites de la pericia técnica, sobre la ocurrencia y la maduración, sobre la belleza de lo que les rodeaba, el paisaje que preferían, el estilo arquitectónico local con el que más se identificaban, y cómo pensaban que les influía. Les preguntábamos por su relación efectiva con el entorno, por cómo su arte colabora en el lento moldeado histórico de la ciudad. No queríamos que nos dieran explicaciones técnicas sino que justificasen sus preferencias. Ser artista es elegir: un lugar, un material, un tono, un tema, un estilo, un procedimiento. El trabajo del artista consiste en bregar con esas elecciones que así, en general, llamamos dudas. A lo mejor sólo consiste en abrir una puerta y seguirla, someterse a la obra emprendida igual que uno se somete a la necesidad de avanzar por un túnel mal iluminado. Pero hay que encontrar esa puerta, y nos interesaba más su método de elección de puertas que las metáforas sobre la oscuridad.
            Los artistas, muchas veces, disparan por elevación porque piensan que en esa postura están más guapos. Y fue mérito de estos diez o doce nuestros, y no de las preguntas que les formulamos, que todo lo que dijesen fuera tan claro, que hablasen con naturalidad de sus búsquedas y sus renuncias, de por qué en unas obras se sienten recompensados y en otras no. Queríamos que hablasen de su disciplina como si quisiesen hablar de ella, no con apostura sino con entusiasmo, de modo que pudiésemos oír a seres reales y no las caricaturas que los artistas, generalmente por inseguridad, suelen hacer de sí mismos.
            Nada de esto requirió ningún esfuerzo porque tomamos la precaución de hacer todas las entrevistas en su estudio, en su reino, su territorio. Charlamos, vimos los bártulos con los que trabajaban, tomamos un café. Todos ellos, curiosamente, compartían más de un rasgo. Todos resumían las cuestiones metafísicas con impagable sencillez. Había en ellos como una tranquilidad previa, como si se hubieran reconciliado con un entorno en el que ya no sirven las excusas teóricas. Como si se hubiesen dado cuenta de que su taller es perfecto para llegar adonde quieran llegar.
            En todo caso, queríamos escucharlos, no que nos contestasen cosas. A las personas se las conoce por lo que dicen cuando hablan, pero sobre todo por cómo están cuando están hablando, o cuando callan. No queríamos retratar opiniones sino individuos, y del barro informe que salió de todas las entrevistas Iranzo modeló una imagen de cada uno, una visión, una fotografía que espero que a los interesados resulte reconocible y a los demás agradable de ver.