Albada 256

DESEADO CRIMEN EDIFICANTE

(4 de septiembre de 2011)

El escritor estuvo pensando desde que se despertó si el título que había elegido para su cuento era el oportuno. Consciente de que no era, evidentemente, un buen título, de que enganchara por ser ocurrente e incitara a seguir leyendo, de lo que sí estaba absolutamente seguro era de lo muy significativo que resultaba, ya que definía a la perfección el contenido y a la vez la intención última del relato. Quizás demasiado, pensó. Tal vez de tan evidente, de tan acertado podían aquellas tres palabras en mayúsculas ponerle a él, autor ya con cierto prestigio internacional, en un apuro.

Miro el reloj. Casi las diez. A estas horas muchos ya estarían empezando a ojear los periódicos. Alguno incluso hasta habría tenido ganas y tiempo de leer su cuento. Lo cierto es que había escrito un buen relato. Disfrutó escribiéndolo. Sabía que sería justamente elogiado por sus compañeros Se puede decir que lo escribió al dictado: en su mente las palabras no dejaban de aparecer: nítidas, precisas, ingeniosas, cargadas de tanta intención como sutileza e ironía, pidiéndole, exigiéndole como dotadas de vida propia, que las plasmara. Una vez puesto el punto final lo leyó varias veces en voz alta y se dio cuenta enseguida de que aquel relato sonaba perfecto; casaba de maravilla con su idea de la buena literatura, la de él, escritor conocido y reconocido por su exigente delicadeza, por su sensibilidad extremada, nada dado a concesiones a la vulgaridad y lo innecesario, él que siempre proclamaba en las entrevistas la suma importancia de la musicalidad y el buen gusto en la escritura.

Después estaba lo otro, claro, lo de la historia en si. En su cuento lo contaba todo, se podría decir que era una confesión en toda regla: como empezó a brillar el día cuando oyó cantar a la primera perdiz... sus amigos, algunos escritores como él, avanzando en zig-zag sobre los terrones de tierra... el sol apenas amarillo, el jaral cristalino escarchado por la helada… fue poniendo letra a cada nube, a cada niebla, a cada instante. La culpa desde luego la tuvo el tipo aquel. Quien le habría mandado al ridículo hombrecillo cruzarse en su camino. Aquel orondo y rollizo ser pertrechado de pies a cabeza con su recién estrenado equipo comprado en el gran almacén de deportes del centro comercial de cualquier barrio. Pudo soportar la horrible chaqueta de camuflaje, las brillantes polainas de serraje, incluso el morral de cuero labrado y a la vez “multitachuelado” de estrellas, por lo demás tan largo que le llegaba al barrigón aquel más abajo de las grotescas rodillas que el calzón, abotonado a media pierna y también de simulado camuflaje, dejaba al descubierto. Lo malo no fueron las gotas de sudor rodando desde su estrecha frente ni la sonrisa boba autosuficiente con que le miró… lo peor, lo que colmó el límite de su temple, fue aquel espantoso sombrerito verde con plumas incluidas. No lo dudó: agazapado como estaba tras los matojos no le era difícil acertar. Fue un crimen edificante, señoría, llámele si quiere ejemplar. Lo maté porque afeaba, afeaba mucho, de verdad. Así lo piensa y así lo declarará ante el juez el afamado escritor, en el caso improbable de que alguien este domingo lea su cuento, comprenda su título y busque luego en las páginas de sucesos “imaginados” el final accidentado de un grueso directivo, al parecer, cazador aficionado.