Libertad es eso que antiguamente se llamaba una novela de tesis, que en España, si seguimos la plantilla de Galdós, es algo prerrealista, sometido aún por las ideas, es decir, narrativamente falta de libertad. Los personajes son ideas desarrolladas según el modo tolstoiano, es decir, seres trágicos a la espera de una redención. El autor es entonces un demiurgo redentor que se encariña con ellos porque los comprende y no se resigna a dejarlos hundirse en su tragedia. Pero cuando, además, estos personajes representan una idea del autor y no de sí mismos, uno acaba sospechando que no eran imprescindibles, que se limitaron a encarnar pensamientos previos, que no los crearon ellos al vivir en la novela.
Esta es la sensación que me ha quedado. Entre el compromiso ciudadano y la carpintería tolstoiana dejo de ver en ocasiones esa verdad reciente, ajena casi a la mano creadora que sólo puede partir de los personajes. Y quizá es eso lo que le reprocho, que la novela no ha nacido de los personajes sino de las ideas. Todos ellos representan un tipo de ciudadano reconocible, y su evolución narrativa es más bien la reflexión sobre lo que representan. Cuando esto sucede, la lectura es absorbente porque la prosa es magnífica y la disposición de los elementos, su ritmo narrativo, siempre sugerente y sostenido, con las idas y venidas en el tiempo apropiadas para verla progresar entera. Pero al terminar el libro (una novela de setecientas páginas que se lee como si tuviera la mitad, incluso con un punto de ansiedad, de no remansarse nunca) uno se queda pensando en cuántos mitos nuevos poblaban la novela, qué personajes servirán a partir de ahora para definir a un tipo de ciudadano. La descripción de cada uno de ellos es también la de un problema social de consecuencias más o menos novelescas, y el resultado inevitable es que uno piensa más en el resultado que en el personaje.
El protagonista más que absoluto es Walter, mucho más que su mujer, Patty, a pesar de que, en números redondos, parezcan antagonistas equilibrados. Alrededor de ellos está el creo que un poco postizo Richard y los hijos de la pareja, sobre todo Joey, porque Jessica tiene un papel como de Cordelia, benéfico y lejano. Walter representa al ciudadano progresista norteamericano, implicado en causas medioambientales y muy crítico con la siniestra estrategia ultraconservadora. Como padre, comete el trágico error de las generaciones empeñadas en educar a sus hijos en la libertad: a veces sale bien, pero otras veces se cría, por puro contraste, un Edipo neocón. Como conservacionista también comete otro error trágico: se ve obligado a colaborar en las sucias estrategias que tiznaban los bosques en la época de Bush, y cuando intenta redimirse (la parte literaria de la cosa) yo creo que la cosa se resiente porque el registro de la novela es de pronto demasiado literario, cinematográfico diría yo, y no casa mucho con el tono sin concesiones que domina majestuosamente desde el principio. Como marido, en fin, la acción se sostiene sobre unos puntales incluso folletinescos: la súbita revelación de la verdad (a través de una carta, como Fedra) que rompe la ironía trágica y hace ver y no querer ver al héroe. Walter descubre la mentira que lo ha acompañado durante toda su vida, y ese descubrimiento desata una locura trágica, una hybris que desencadena un final con deus ex machina y todo, lo que menos me ha gustado del libro, porque significa una concesión narrativa bastante discutible. Redimirse cuesta mucho tiempo y muchas páginas. Tantas como condenarse. En esta novela la condena es larga y tremenda, y la redención poco más que un remate final.
Patty es la clásica mujer desesperante, aquella para quien los culpables de sus variadas infelicidades son siempre los demás. Representa al ama de casa frustrada que consiente a los niños mucho más de lo debido y fantasea con hombres de acción. Por muy reales que sean, no aguanto a los personajes femeninos que necesitan del macho malote para sentirse más mujeres, y esta mujer es un poco así. El autor ha vertido en ella prototipos deleznables, sobre todo el de esa generación de padres que se comportan como adolescentes reprimidos y de hijos que lo hacen como adultos desenfrenados. El dilema de Patty es también algo esquemático. Se debate entre su marido, Apolo, y su amante, Diónisos, entre el mármol cocienciado y el vino roquero, entre ser buena madre de familia y chapotear en la obsesión por el sexo que debe de llevar escaldados a buena parte de los norteamericanos. No sé si es deliberado, pero hay algo esencialmente infantil en esa neurosis genital que desemboca en un angustioso no es más que sexo, frase que repiten todos los personajes de la novela, y todos están lobotomizados por las hormonas, por la insatisfacción y el deseo y el sentimiento y el resentimiento, llenos de sudor.
La tolerancia trágica llega a los hijos, sobre todo al pequeño, Joey, uno de los mejores personajes de la novela, y eso que Franzen lo utiliza para hablar del problema de los adolescentes consentidos, del dinero fácil y de las muchas Halliburton que fueron a Irak a comerse los despojos de sus propios compatriotas. En este caso su redención es natural, no producto de una súbita locura. Es la locura de los otros, el detritus del gobierno de Bush, el estiércol en el que se siente obligado a rebozarse para ser más libre, lo que opera en él un cambio mucho menos forzado que en su padre. Pero es un buen guía para explorar la estrategia más inmoral que llevó a cabo el gobierno neocón: la exaltación de la ignorancia, del orgullo de ser un bruto, de la extrema vulgaridad y del resentimiento hacia los ciudadanos con estudios, por más que hayan tenido que trabajar muy duro para terminarlos.
Hay una breve escena, apenas media docena de líneas, que se me quedó grabada por su, digamos, perfección literaria. Los vecinos blancos de un barrio vulgar echan pestes del matrimonio negro que se acaba de instalar en la casa de al lado porque son “unos estirados” capaces de colgar sus títulos universitarios en la pared del salón que más se ve desde la calle. Qué buena historia, qué rica, y qué suficiente. La gran revolución neocón consistió en hacer que las masas proletarias ya solo reivindicasen su derecho a ser vulgares. Esa idea, ese tema queda bastante claro en el libro, igual que los turbios manejos de la administración o la neurastenia copulativa que hace de la vida un jadeo permanente. Qué locura, piensa uno, pero mira a lo lejos y la locura tampoco está tan lejos, todavía. Qué a la ligera se toman la existencia y qué serios las cosas de la vida. Pero eso no creo que sea un desequilibrio narrativo de esta novela sino un desarreglo psíquico de la sociedad norteamericana, perfectamente verosímil.
Me queda un regusto dudoso de la novela. La disfruté casi entera pero el final tiene demasiado tópico literario. Una novela de concepción trágica como esta (los personajes cometen un error casi sin querer que les destroza la vida, o, en el caso de Joey, se la devuelve intacta) no puede permitirse una desgracia como la de Lalitha. La tragedia excluye la desgracia. Todo tiene que tener algún sentido, y no solo narrativo. Bastante absurda es la vida real.
Todo el final creo que tiene demasiado pathos. Walter no se merecía caer en un lodazal de patetismo. Me esperaba un final más sostenido, más acorde con el resto de la espléndida novela. Pero es que, cuando la novela es “un trozo de vida”, los finales no encajan, ni significan nada. El encajar, el significar a esas alturas ya es incluso algo postizo, porque la grandeza se ha quedado atrás. Sobra, a mi juicio, el relato de la muerte del padre de Patty, y faltan por lo menos cincuenta páginas en el escueto final. Una novela cimentada en el diálogo no se merecía terminar con inventarios del material sobrante. A lo mejor es que me estaba gustando tanto que me molestó cuando empezó a recoger los bártulos, a doscientas páginas del final, como mandan los cánones. Quizá fue eso lo que me sobró, los cánones.