Casi se me atragantó ayer mañana el cruasán cuando leí en El País, en un artículo ominosamente titulado Una vuelta literaria al orden, que un grupo de escritores han formado un movimiento llamado DRAMA que consiste en abandonar de una vez el amaneramiento posmoderno y volver “a emocionar a la gente”. Y, claro, citan a Franzen como “un ejemplo clarísimo”, “un tipo que con todas las herramientas modernas y sin querer hacer literatura fácil ha llegado a un público masivo”, en palabras de Soto Ivars, quien con ese segundo apellido ya tiene un puesto asegurado en la enésima nueva narrativa española, antes incluso de publicar su primera novela.
En ningún lugar del artículo he leído que nombrara el sencillo “arte de narrar”, un don escaso que abarca por igual a posmodernos y a no posmodernos. Sin ese arte no hace falta volver al orden ni al desorden, porque falla no la herramienta sino el manejo de la herramienta. Saber cómo se redacta está al alcance de casi todos. Saber cómo se escribe, de una muy considerable cantidad. Pero saber narrar es algo al alcance de muy pocos, y desde luego nunca es difícil para el lector. Quizá sea esta su principal virtud y su primera dificultad, que lo que está bien narrado gusta a mucha gente, a todo aquel lector que adore olvidarse de que está leyendo, que necesite vivir metido en un mundo paralelo y a la altura de su inteligencia. Saber narrar no es confeccionar best-sellers ni poner zanahorias delante de los burros, sino llevar de la mano al lector a un mundo que crece en placer y en profundidad, que rompe en un río de personajes vivos en el que uno se deja llevar. Cortázar se arrepintió de haber hablado del “lector hembra” porque lo había dicho en tono despectivo, y al pedir disculpas se retrató, porque yo estoy muy contento de ser un lector hembra y dejarme fecundar por un mundo en el que no tengo que hacer más esfuerzo que vivir en él.
Y eso no tiene nada que ver con la dificultad. Estoy terminando de leer Libertad, de Jonathan Franzen, que no es una novela culta sino una novela que no da por supuesto que sus lectores son incultos. Supongo que será eso, o que es muy larga, lo que mueve a estos retrorrenovadores a ponderar su presunta dificultad. Ocurre otra cosa distinta, y creo que sobre todo tiene que ver con lo que Soto Ivars llama “la herramienta”.
En España hemos hecho siempre demasiado caso a los cantamañanas. No merece la pena un novelista que diga que hay que prescindir del argumento o que el lector debe hacer un esfuerzo cuando lee, porque ya él mismo declara que ciertos aspectos fundamentales de la novela no los sabe manejar. La modernidad española ha tendido a impresionar más que a convencer, a deslumbrar más que a emocionar, y, seguramente por ese absurdo prestigio de que todavía gozan las vanguardias, a etiquetar como revenido todo aquello que entraña dificultad no para ser leído sino para ser escrito. Cuando por fin empleamos la literatura para describir el mundo alrededor, le calzamos el sambenito de costumbrista. Si despojamos la narración de todo lo que le sobra, siempre hay un listo que lo tacha de pedestre. Si nos esforzamos en diseñar una historia creíble, el inflagaitas de turno alabará el oficio del novelista, como si saber hacer algo fuera un demérito. Yo he llegado a escuchar de labios de García Márquez que la lengua española “no está capacitada para el diálogo”.
La posmodernidad ha dado espléndidas novelas cuando eran novelas, no microrrelatos empalmados ni autobiografías mejoradas ni esa sandez de que hay que escribir siempre en primera persona. El palacio de la luna o Leviatán, de Auster, son espléndidas narraciones de un autor fijo en las movedizas nóminas del posmodernismo. El mismo Mendoza, un gran narrador, apadrinó con su calidad casi cuatro décadas de género, subgénero y regénero, una de las claves literarias de la posmodernidad. Y aun así a los críticos y a los historiadores de la literatura (y a los propios escritores) se les pasó por alto una novela como Una comedia ligera, no sé si porque les resultaba demasiado larga. El propio Franzen se refiere en su novela con ambigua ironía a Expiación, cuando dice que Joey (un neocón menor de edad que aspira a forrarse vendiendo chatarra inservible al ejército americano en Irak), “se esforzó por interesarse por sus descripciones de salones y jardines”, pero enseguida vuelve a sus mensajes de texto de la Blackberry. Se puede tomar como que no está hecha la miel para la boca del asno (el libro se lo ha regalado su sensata hermana) o, en términos más generales, como que no estamos para detenernos en tantísimo detalle, ni Joey ni el propio Franzen. Y Expiación, como en su momento Falsa identidad, de Sarah Waters, eran largas novelas a la manera de, algo así como una excursión a los placeres veraniegos de un novelón decimonónico. Las dos eran largas y hondas, y las dos habían nacido del pastiche posmoderno.
Incluso podría pensarse que a Libertad le quedan al menos dos rasgos típicamente posmodernos: el referente, la versión deliberada de un modelo, en este caso Tolstoi, y el deliberado desequilibrio entre descripción y diálogo, aunque por este camino hasta Unamuno sería posmoderno (más que muchos que presumen de ello, por cierto). En cuanto a lo primero, el propio Franzen lo explica con claridad en la novela, desde el momento en que Patty, una mujer insatisfecha, por decirlo suavemente, se bebe bajo un árbol Guerra y paz y encuentra en el triángulo que forman Andrei Bolkonsky, Natacha Rostov y Pierre Bezújov una proyección de lo que le está sucediendo a ella con su marido (el íntegro Pierre/Walter) y su objeto de deseo (Andrei/Richard). Que un personaje cambie su percepción de la realidad por leer a Tolstoi es ya un tópico literario muy manido que hasta yo mismo he usado cuando escribía folletines por entregas para el periódico.
En cuanto a lo segundo, Franzen cimenta la novela en el diálogo y en el relato de los pensamientos y sentimientos de los personajes, pero no en la exhaustividad abrumadora de un Richard Ford. Los paisajes y los escenarios son escuetas pinceladas de lo que perciben los personajes que los habitan, pero no un territorio para el lucimiento artístico. Los personajes hablan largamente, discuten, exponen, reflexionan, y uno los escucha encantado de ver cómo vibran sus contradicciones. Es otra de las costumbres que, tanto en novela como en el cine, siempre he envidiado de los norteamericanos. La tontería de García Márquez sobre los diálogos en español ha contribuido a que en las novelas españolas los personajes, más que hablar, reciten frases tópicas o lapidarias o ambas cosas a la vez. En el cine, que es donde deberían emplear bien empleadas las frases lapidarias, los diálogos son un no hablar, un entretenerse en los saludos y en las miradas y hablar sin decir nada o tan solo para informar del desarrollo del argumento.
Y no pasa nada por hablar, por tener una larga conversación en una novela, ni porque los personajes hablen un español culto, lleno de matices. Explicamos a los alumnos que los largos diálogos de Baroja o de Unamuno son una herramienta extraordinaria para, sin necesidad de teatralidades, hurgar en la conciencia de los personajes, pero si tratamos de echar mano de algo parecido en la narrativa contemporánea, tan monológica, nos las vemos y nos las deseamos. Y, por lo que respecta al cine, ya no me acuerdo de la última vez que se me quedó grabada en la memoria una frase escuchada en una película. Bueno, miento: la última frase de La piel que habito (“Soy Vicente”) la recuerdo pero es porque me dio mucha risa, no porque fuera memorable.
¿Pero basta con eso, como quería Unamuno? ¿Basta con que la gente hable y diga en las novelas lo que tiene que decir y no las frases que le endilga el autor? ¿Es suficiente que la novela progrese desde sus diálogos y que sea en ellos donde saltan las chispas y los conflictos trágicos? No. También para escribir diálogos hace falta narrar. Narrar es disponerlo todo, ser cada vez más interesante y no aburrir jamás. El novelista no escribe para los críticos, ni siquiera para el público, sino para unas normas de transparencia y de fluidez que excluyen los desparrames, o por lo menos los desparrames gratuitos. El narrador debe estar en forma, sin adiposidades, algo tan frecuente en el realismo norteamericano, dicho sea de paso, pero no en la novela de Franzen, donde todo es relevante y nada disuena por su discutible oportunidad. En Libertad son los personajes los que se van aclarando con sus palabras y sus pensamientos, no el autor el que sigue escribiendo a la espera de que se le ocurra algo.
Pero vaya, ya hablaré de la novela cuando la termine. Esto era porque me hacía gracia que un grupo de pipiolos con olfato comercial haya decidido que van a escribir a lo Tolstoi, porque hay que volver “al orden”. Claro que también Franzen lanzó la novela con la misma frase y solo el patrocinio de Tolstoi, de la palabra Tolstoi, hizo que todos estuviéramos esperándola. La diferencia es que Franzen sí ha emulado al maestro, al menos ha aplicado su rigor técnico y sus principios morales en la empresa de explicar cómo es la Norteamérica de principios de siglo. Como si escribir a lo Tolstoi fuera algo que se decide, así, sin más, aunque todavía no se sepa narrar.