La Involución Cítrica de Adriana Bañares son las crónicas de un tránsito, fragmentos de un juego del que no conocemos las reglas y, a pesar de todo, jugamos. Paisajes donde el microcosmos del bar como alimento del alma y la lírica de la habitación cerrada es el contrapunto perfecto para el descanso del espíritu. Todos buscamos llenarnos la boca para saciar el ansia que traen las guitarras eléctricas desafinadas y los cuerpos conocidos. Un libro que amalgama prosa y verso, en un desorden cotejado por la postmodernidad, de pop sangrante y veladas cansinas, construido bajo las directrices inmediatas que marca la red, nueva biblioteca de Babilonia, abierta, incontenible. El espectador, que contempla el devenir de las palabras, la mutación de la vida, tránsito perenne entre adolescencia y días grises, camina junto a la autora por las calles encharcadas y bebe apoyado en su misma barra, a unos pocos centímetros, mudo ante el torrente interno que se muestra pleno, arterial, salvaje. Los personajes que van apareciendo se vertebran sobre las puntas afiladas de la existencia, siluetas recortadas sobre un escenario de cartón donde la autora no da más guión que el devenir agotador de las jornadas, las anécdotas minúsculas que avalan nuestro libre albedrío. Carmen, Aída, Jaime, Carmen otra vez, Lorena, nombres inventados para gente que camina, hambrienta, zombificada. Colección de favoritas, como el disco de los Sencillos, si yo no puedo estar en tus sueños, por lo menos ven un rato a los míos.
Tú eliges las canciones, aunque en mi cabeza todas terminan sonando igual.