Había algo sospechoso en las críticas que leí ayer de El árbol de la vida, la película de Terrence Malick. Todas competían a ver quién echaba la más gorda. Pocas veces he leído tanto piropo junto con tan poca apoyatura argumental. Lo más suave era llamarla deslumbrante, pero un periódico morigerado como El País decía que es “una obra que queda para la historia del cine desde ya”.
Tonterías. El árbol de la vida es una película pomposa a la que le sobra metraje y le falta, precisamente, la vida. Por momentos uno no sabe si está viendo un gigantesco videoclip (de una música espléndida, eso sí), o si es como aquellos interludios filmados en super 8 que adornaban la serie Los mejores años de nuestra vida, o si Malick ha visto todos los anuncios del mundo de perfumes y suavizantes y con ellos ha construido una laboriosísima película sin reparar en gastos. Qué buen encuadre, qué hermosa imagen, qué buena fotografía, va diciendo uno a lo largo de la película, un poco desentendido de su transcurso, como si estuviera, más que en un cine, en una sala de exposiciones.
Los críticos medrosos insisten en que la película no tiene argumento, y que quizá por eso a algún tipo de público se le puede hacer extraña. Es una forma de dar el aviso a los colegas para que quien se atreva a ser poco complaciente con ella sepa que va a quedar como un estúpido. También es todo mentira. El argumento es tópico: un norteamericano triunfador, que trabaja entre torres de acero llenas de espejos, recuerda su infancia, su padre facha, su madre débil, su hermano querido. El hermano murió como en los cuentos de Faulkner, lejos, en el ejército, y los que quedaron sintieron el vacío y también, algunos, el padre y el hijo, la culpa absurda de cuando se muere alguien cercano sin que hayamos solucionado hasta la más mínima diferencia. El hermano que queda vivo, Sean Penn, practica una especie de examen de conciencia zahiriéndose con las imágenes de su propia infancia. El padre trataba mal a la madre, pero lo peor es que el hijo, el que vive, es igual que él (eso dice un niño a su padre) y lo lleva escrito en la cara desde que nació.
La película podía haber ahondado en este punto, en esa culpa compartida que solo se supera cuando uno no se siente del todo responsable, ese atonement que en español no significa exactamente expiación porque se refiere a las culpas que no tienen remedio. Somos vida, somos genética. Edipo confundió a su padre con un espejo. Y después se pasó la vida buscando justificaciones a su desconsuelo. El Edipo niño con cara de malote que protagoniza esta película ya era Sean Penn desesperado, el hombre que se quiere lo suficiente a sí mismo como para pensar que su vida ha sido diferente de las otras y que sus sentimientos al recordarla también lo son. Y sin embargo, merced al recurso del sermón, porque esta película es un sermón, Malick vuelve sobre la vieja idea de que la mejor manera de afirmar la vida es contradecirla: si tu instinto y tu carácter (y todo aquello que forma parte de ti sin ser tú) te empujan a ser malo, debes sobreponerte y amar al prójimo como si no te costara esfuerzo. Los dinosaurios esos raros que aparecen al principio ya se perdonaban la vida y aun así se extinguieron, o continuaron en nosotros (en realidad son las actuales gallinas). Paz y amor y perdón de los pecados, va repitiendo la película en una carraca triste. Sobra la carraca. Sobra que me digan lo que tengo que sentir.
Nos pensamos que todo aquel que no tuvo una familia perfecta salió tarado, y también, inversamente, que todo aquel que la tuvo es una persona vulgar, banal, sin aristas, insignificante. En todas las biografías de los artistas norteamericanos hay algo que bien pudo orientar su genio al sacudirlo con violencia cuando eran niños. Muchos crecieron con un padre autoritario y una madre dulce, hasta que se hicieron mozos y se rebelaron, y algo pasó muy traumático para que la vida pudiera seguir siendo igual.
Y por ese lado, en términos artísticos, solo se va al ombligo. El árbol de la vida es una autobiografía filmada en pretérito imperfecto, cuando las cosas eran, sucedían, más que fueron o pasaron. Mi padre era así, los vecinos eran asá, con, a veces, breves escenas algo emborronadas por la luz de la memoria (“me acuedo que un día…”). Malick sobreexpone las imágenes, las beatifica, juega al punto de vista de los niños, que no es bajo sino levemente contrapicado, que no es de primeros planos sino de cuerpos casi enteros. Hay una evidencia de recuerdo, un tratar las imágenes como las trata la memoria, que nos impide considerarlas más allá de su condición de pretéritas. No vemos la película pasar, estar pasando, sino cómo era, ni siquiera cómo fue. Vemos el recuerdo de la vida lastrado por los años de quien la recuerda. El de Malick es un naturalismo de los procesos cerebrales, no de la realidad autónoma y exenta que suele ser una película.
Este ejercicio de naturalismo a mi juicio acaba devorado por la voluntad de estilo: un millón de hermosísimas imágenes, una detrás de otra, puede que garanticen una buena película, pero no una buena historia. Este naturalismo de autor se despeña, a mi juicio, por la vía del sermón. Con menos brillantez no solo nos habríamos apañado bien sino que quizás habríamos sentido algo de lo que la mortecina luz de la película la despoja por completo: la emoción. No hay verdadera emoción porque todo está controlado en exceso, pensado, juzgado. Solo cabe una emoción distanciada, intelectual, una no emoción, un bostezar con la boca cerrada, una sensación de vida fósil muy hermosa, pero no una emoción de verdad.
Quizá otros la hayan sentido, pero para ese viaje, para invitar a los demás a que se emocionen con su propia vida y resuelvan las diferencias con su hermano antes de que se muera, no hacían falta diez minutos de impactantes y gratuitas imágenes de volcanes y de nubes. Quizá sea el forro suntuoso de la película, el principio y el final, una especie de documental de La 2 y una versión requemada del viaje a los infiernos, lo que hace que parezca tan pomposa. Quizá desnuda hubiese sido más natural.
Y eso que los actores están espléndidos y que el montaje da la sensación de que Malick rodara kilómetros de rollo. En la minuciosidad de su construcción creo que incurre en otro de esos vicios que alejan de la sensación de vida: ser sublime sin interrupción. Hay una cortina de brillantez que tapa las entrañas de la película, aquello que se supone que nos debería emocionar. No es que esté demasiado bien hecha, sino que jamás adquiere, por propia voluntad, la velocidad de los sentimientos, ni da espacio a su preparación. Con lo lenta que es la película, igual resulta que su principal defecto es ser demasiado veloz, demasiado apretados los momentos importantes. Para una memoria autoinculpatoria casi todo es importante, pero aun eso necesita aparecer, surgir en la película como surgen las cosas en la vida, con una libertad que aquí no disfruto. Con lo poco que dicen que sucede, uno echa de menos la verdadera infancia, el no suceder, o el suceder de otros, irrelevante y hermoso. La perspectiva de la infancia no tiene por qué ser el libro de Job, por muy estricto que sea tu padre, sino una amalgama caprichosa y sin sentido en la que los mejores recuerdos lo son por la pureza de su escasa significación argumental. El sentido de la infancia es posterior. La interpretamos al salir del cine. Por eso la infancia se narra bien con anécdotas sencillas pero trascendentes, sin drama sinfónico de por medio. Malick, en el fondo, narra los momentos importantes de una infancia, pero no la infancia. Sean Penn no es capaz de atrapar al niño que fue porque el niño está embalsamado en traumas tópicos, como su propia vida.