El corazón es un cazador solitario


               Las lecturas funcionan a veces como el azúcar, las vitaminas o las sales minerales. Es el propio cuerpo el que busca reconstituyentes sin saberlo, del mismo modo que los animales comen tierra cuando están bajos de hierro y las personas chocolate cuando el ánimo flojea. El instinto me conduce por las estanterías como el olfato conduce a mi perro por las aceras. Debo de estar bajo de minerales porque me apetece volver a Sherwood Anderson o a James Agee, al realismo lírico de épocas difíciles. No es que considere que esta época necesita de retratos crudos. Soy yo, del mismo modo que otras veces la hipoglucemia mental me conduce a un novelón romántico, y no siempre tiene que ver con las circunstancias políticas o sociales.
                Razones como esas me llevaron a Carson McCullers y su gran novela El corazón es un cazador solitario, reeditada ahora en Seix Barral con una traducción deficiente y una portada que no le pega. En cuanto a lo primero, el traductor, R. M. Bassols, parece ignorar que el orden de palabras también hay que traducirlo, y que el castellano no asimila bien los adjetivos antepuestos, o que los posesivos, cuando se refieren a las partes del cuerpo, se reservan para casos de énfasis. La prosa de McCullers es tersa y clara como un largo poema, y la abundancia de solecismos en la traducción no le favorece nada. En cuanto a la portada, no creo que sea Norman Rockwell, un pintor que me gusta por otras razones, el mejor para reflejar el mundo vencido que vibra en la novela como un lamento de ahogado. Rockwell es sueño, ilusión, la iconografía de un patriotismo entrañable donde los dormitorios no huelen a miseria y a enfermedad. Habría preferido las fotos de Walker Evans, el sur pobre de los años 30, que es el que pinta McCullers maravillosamente en esta novela publicada en 1940, cuando la autora tenía veintitrés años.
                No sé cuáles fueron las circunstancias de McCullers, pero me imagino ahora a una muchacha de veintitrés años con esta novela debajo del brazo, llamando a la puerta de algún editor. Ni aun ahora que la prosa de McCullers parece escrita ayer, que su intensidad, su limpia hermosura y su desnudez son un modelo vigente, me imagino a un editor leyéndose siquiera esta historia coral contada con esa profusión económica (mucha vida, pocos acontecimientos) de Carson McCullers. Hoy esa prosa puebla los cuentos de todas las lenguas del mundo, no porque McCullers la inventara sino porque es la prosa, el terreno compartido entre la acción y la contemplación, entre la novela y la poesía. A cualquier lector de Auster, por ejemplo, algunos pasajes de El corazón es un cazador solitario le resultarían familiares. Y a cualquier aficionado a Carver, sin ir más lejos, le parecerá ver esa luz reveladora que de pronto se instala en las descripciones intrascendentes y los hechos poco impactantes. McCullers utiliza el relato como un continuum musical que va cobrando intensidad emotiva sin variar el tono. Las conductas curiosas, las imágenes interesantes, todo se va anudando junto a los objetos de los bares y el deambular de los personajes, todo va creciendo por dentro. La intensidad se hace sentir, no se formula.
                La novela cuenta la peripecia de cinco personajes en una ciudad del sur de los Estados Unidos en los años 30. Cualquiera de ellos representa un mito suficiente. Mick es una chica de catorce años enamorada de la música, que se pierde entre los árboles para soñar y cuida de sus tres hermanos pequeños. Bount es un iluminado que va de pueblo en pueblo tratando de despertar las mentes de los oprimidos y cayendo y levantándose del alcohol y los arrebatos de ira. El doctor Copeland es un médico negro que se ha entregado a su comunidad, pero que vive atormentado por una lacra de su pasado: pegó a su mujer y ella y los niños lo abandonaron. Este hombre se arrastra con su tuberculosis para no dejar a ningún miembro de su comunidad desatendido, y lo más que consigue es que la injusticia racial siegue los pies de su hijo. Biff Branon es el dueño de bar donde todos se emborrachan en algún momento. Es un buen tipo, pero algo hay en su comportamiento hacia Mink que nos mantiene en guardia contra él, y que nos hace sospechar de su paciente y hábil trato con los niños pesados. Y, en fin, el mudo míster Singer, una especie de conciencia superior que a todos produce admiración y sosiego. A veces parece uno de esos que al final de la película vuelven a subir al cielo: es simpático, cauto, listo, respetuoso, leal, digno…, y no dice una palabra. Es el hombre blanco que los negros desearían, y el ciudadano medio que los revolucionarios buscan, y el padre equilibrado que comprende a las muchachas que quieren ser artistas. Pero también él tiene un cazador solitario en sus entrañas, como todos los personajes, una fijación incomprensible que sin embargo da sentido a la vida entera.
                No sé qué es ahora lo que más me gusta de la novela, si la denuncia de las condiciones de los negros o las del resto del género humano, o la capacidad de captar lo más íntimo de cada personaje, de estos cinco protagonistas y de otros que se quedan igual de impresos en la memoria: Portia, la hija del doctor Copeland, una mujer de cuerpo entero, ingenua y decidida, alegre y entregada a su familia; el mudo Antonopoulus, la prueba definitiva de que el afecto no depende de lo que nos ofrecen sino de lo que necesitamos; incluso la niña que resulta herida de un disparo, que no la mata pero arruina una familia.
                Era época, los años 40, de retratos corales. Manhattan Transfer había dotado al realismo moderno de un lenguaje no nuevo pero sí renovado. El realismo siempre ha tenido que luchar contra lo inabarcable, por eso ahora es tan escaso, o tan malo. Pero McCullers no necesita cientos de personajes. Le basta con el elenco habitual de media docena de mitos claros y otros cuantos secundarios. Ni siquiera establece una raya de protagonismo que nadie pueda sobrepasar. El mudo Singer y la niña Mick parecen llevar el grueso de la narración, pero esa disimetría de los protagonismos no hace sino fortalecer la impresión de verdad. No hablo de verdades meramente crudas u objetivas, ni tampoco de verdades ideológicas o informativas. La verdad que practica McCullers es la que nace de la comprensión, y de esta brota la ternura, la emoción. Todos los personajes son víctimas de algo, principalmente de la soledad. La novela parece una de esas pandillas heterogéneas de gente que naufragó en lo que podría llamarse una vida normal. Son rotos que se juntan con descosidos y entre todos apañan una digna vestimenta con la que enfrentarse a la miseria.