GIROS
(18de septiembre de 2011)
Aunque siempre me han llamado Luisa, la verdad es que yo quiero llamarme Juana. Bueno llamarme no, yo lo que quiero, de verdad, es ser Juana. No quiero parecerme a ella, ni tener su mismo hablar, sus mismas manos morenas, ni tampoco sus andares o su risa. Yo lo que quiero, definitivamente, es ser ella, ser Juana.
Ella conduce, trabaja, hace la compra. Su marido la adora, sus hijos también. Todavía se ve bonita ante el espejo, aún se atreve a mirarse desnuda y mantener la luz del baño encendida más tiempo del necesario. Pero no lo duden: yo sabría ser todavía más hermosa, más cariñosa con sus hijos, más amante del marido.
Cada mañana me despierto convencida de que soy más ella y de que ella, la que se hace llamar Juana, se está diluyendo poco a poco e irremisiblemente en la nada, como esos terrones que se echan en el café. La cucharilla dando vueltas apenas hace ruido mientras yo giro a la vez mentalmente: una vuelta, cinco vueltas, diez, veinte, cien… giro y giro hasta que su figura se borra de mi mente por completo y entonces surjo yo, la nueva Juana, la auténtica Juana.
Hoy se ha levantado rara. Se nota extraña. Ella no sabe, ignora que es sólo el principio de su trasformación, si no estaría aterrada. Yo mientras tanto tengo que ser fuerte, estar serena y disimular, que no se me note que yo también estoy cambiando, que me estoy volviendo cada vez más ella, que casi ya soy ella.
Mauullaaa, maulla pequeña… los niños te acariciarán y tú te desesperarás por hacerles comprender. Nunca sabrán lo que tú y yo sabremos. Pequeña Luisa, acostúmbrate pronto a tu nuevo nombre, y olvídate de todo lo demás.
Juana hace días que parece distinta. Los médicos no saben decir qué le sucede. Pasa muchas horas tendida en la cama sin hablar, sin decir nada, sólo se acurruca entre las sábanas, bosteza y vuelve a dormir. En sueños emite un suave ronroneo, apenas un murmullo satisfecho. Mientras su dócil gata Luisa sigue arañando la puerta queriendo entrar, ella no la quiere ver. Es lo único que ha pedido la enferma a la familia: que se deshagan de la gata.
Luisa es un animal vulgar, sin raza, que por no tener no tiene siquiera los tres colores que debe tener una gata callejera que se precie. Nadie la quiere y termina abandonada a su suerte. Subsistiendo sobre los tejados de la ciudad, a veces cree reconocer su antigua casa y una mirada de su dueña desde el balcón. El pobre felino nunca sospechó de la locura de su ama, ni siquiera se asustaba cuando ella, Juana, se le quedaba mirando fijamente hora tras hora mientras giraba, incansable, la cucharilla en su taza de café.