Nada más llegar a Madrid, un saxofonista amigo mío me contó su último bolo: lo habían contratado, a él y a los otros miembros de su banda, para una fiesta privada, el cumpleaños de una chica que solo se dirigió a ellos, cuando terminaban de tocar, para decirles: “¡Esto, fuera!” (esto eran los instrumentos), porque ya había llegado la furgoneta de Sánchez Romero con la tarta y tenían que ocupar el escenario. Pero lo mejor vino cuando subió a soplar las velas: “Os he pedido que fueseis de blanco”, dijo la muchachita, “para conjurar entre todos el mal rollo de la crisis”.
Esto lo decía un miembro (una miembra) de la oligarquía reducida que va a quedar allá en lo alto cuando se abra del todo la sima y la clase media española vuelva a sus orígenes profundos, a cuando, en vez de jefes y empleados, había amos y criados. A quienes de un modo u otro sí sufren la crisis estas exhibiciones de poderío les resultan de un cinismo hiriente, de una mala baba que destila –y propaga- bacterias de resentimiento. Nos parece, hoy por hoy, una exhibición obscena, pero es una actitud muy humana y tiene su larga tradición artística. Esa fiesta por todo lo alto es el castillo donde jóvenes desocupados se reúnen huyendo de la peste, y se cuentan cuentos delirantes, pensados para no pensar en el monstruo que los rodea. Pero ese monstruo está, y, como dijo Tucídides, la presencia de la muerte, su probable cercanía, empuja a la gente a todo tipo de degeneración moral.
No sé dónde vivirá la niña del cumpleaños obsceno, pero yo me la imagino perfectamente en la espléndida mansión donde sucede La piel que habito, o en el pazo regio donde tiene lugar la seducción de la hija demente del protagonista demente, y donde sucede una de las pocas secuencias interesantes de la película. Los jóvenes de etiqueta se inflan a pastillas y salen al jardín a follar compulsivamente, todos revueltos, en una escena más sádica que bocacciana. Son los aristócratas en el castillo, mientras afuera está pasando la historia con la segadora. Digo que es interesante porque revela una dualidad del arte que si está muy marcada, si el artista opta con todas sus consecuencias por uno de sus extremos, corre el riesgo de resultar demasiado cargante o demasiado frívolo. En la misma época en la que los naturalistas ortodoxos se empeñaron en dejar constancia de una época, de una vida real, también brotaban como flores los prerrafaelitas, estetas reunidos en el castillo del distanciamiento, que sin embargo, si eran buenos, nunca dejaban de mirar por la ventana. Huían de la pestilente realidad pero en sus ojos quedaba una huella de subversión que podía incluso interesar a quienes, más que escribir naturalismo, lo estaban padeciendo.
La escena de los jovencitos folladores es la única en que al distanciadísimo Almodóvar se le ve mirar por la ventana, y se ve la aprensión que le produce este uso tan básico de las drogas, tan embrutecido, esa ruleta rusa a la que juegan cada viernes muchos jóvenes sin que a cambio reciban más placer espiritual que el que recibiría un macho cabrío al ingerir yumbina. Le desagrada tanto a Almodóvar esa escena que se retira de la ventana y vuelve a su sala de proyecciones privada, a su rutina posmoderna de deconstruir géneros y trufarlos de otros géneros, a sus diseños impecables. Volvemos al interior de Almodóvar y las paredes están llenas de Almodóvar.
Y las camas. Hay una escena terrible (cuando el doctor Frankenstein se tira a su criatura) con dos hermosos cuerpos, un Banderas de cuidada piel, una Elena Anaya sin tornillos (a los monstruos siempre deben vérseles los tornillos, aunque sean así de guapos). Los dos están en la cama y las sábanas son negras con un precioso bordado blanco en el embozo. No hay manera de estar pendiente del horror, ni siquiera de las palabras, ni si me apuran de los hermosos cuerpos. El embozo lo cubre todo, es estéticamente suficiente, es Almodóvar allí sentado. Y por esa línea tenemos dramáticas escenas de laboratorio que parecen un anuncio de lavabos o momentos en que llega el asesino que parecen un spot de coches de alta gama, y no sé yo si en el fondo no lo serán. La sangre está reducida a su color y a su espesor, no a su sentido. Todo está visto desde lejos, desde fuera, todo es estética limpia, sin bacterias, y eso que la historia es un follón que ríete tú de doña Bárbara, patrona de los culebrones. Es un follón explicado, reordenado, retocado, revestido, realmodovariado. Los personajes cuentan largas novelas en una frase. Las madres y los hijos se reencuentran después de toda una vida y enseguida cambian de conversación. Todo está esterilizado de tal manera que cuando aparece algún personaje real uno siente que cuando se vaya lo primero que hay que hacer es fregar de nuevo la casa entera. Las suntuosas carrocerías de los coches no tienen una mota de barro y los mandiles de las criadas van a juego con los cuadros caros de las paredes. Hasta a Concha Buika da la sensación de que le han dicho que no se mueva mucho, no se vaya a manchar o a desplazar los brillos del peinado.
Esta asepsia es, en fin, así de aburrida porque lo que se cuenta en tonos elegantes, con retorcimientos del argumento como tirabuzones recién planchados, es una historia de historias, la mayoría de las cuales no están narradas sino relatadas, resumidas, de modo que por momentos el diálogo es una narración de algo que no merecía la pena narrar, tan solo nombrar. La historia, así, funciona como el bordado del embozo, cosas que se le ocurren a Almodóvar, mira que parodia de los culebrones, etc., pero no importa en absoluto lo que dice, en qué consiste. Las mismas idas y venidas del guión, explicadas con carteles del tipo "Volvemos al presente" (¡a qué presente!), me da la sensación de que se las podría haber ahorrado. Todo lo que cuenta puede contarse linealmente, pero de ese modo se vería que el turbante es una simple faja con lamparones. Las idas atrás y adelante en una narración me gustan mucho siempre y cuando no sean reordenaciones sino producto de la lógica narrativa. A veces hay que contar por qué, sencillamente, pero ese por qué, si es un simple y culebrero "resulta que", acaba siendo gratuito y, todo hay que decirlo, bastante vulgar. Resulta que esta era la madre del otro, resulta que este y el otro eran hermanos pero no lo sabían, resulta que el pato era cisne, y que se le murió la mujer. Todo es falso, todo son modelos de modelos, reglas invertidas, manierismo, irrealidad.
Y así ocurre que el personaje más real de toda la película lo es al margen de su disfraz de carnaval (es uno de los que están expuestos a la peste, que de pronto se cuela en el castillo), y yo no sé si es por el papel que tiene o por el inacabable actor que es Roberto Álamo, pero su presencia se apoderó de la pantalla con mucha más vida que la de todos los otros actores juntos. Marisa Paredes, disfrazada de Cruella Deville sin peinar, abre una puerta y un vendaval de verdad se cuela en la mansión, por mucho que esa verdad vaya disfrazada de tigre y pintada de purpurina. Hasta el culo de Roberto Álamo es el único culo real que se ve en la película. Los demás son embozos de sábanas, marcas de coches, pases privados de la aristocracia que se pone películas glamourosas, meramente glamourosas, mientras en el mundo están cayendo chuzos de punta.
El resto de actores me inspiran el juicio aséptico que les ha inoculado el director. Actúan en registros artificiales demasiado heterogéneos. Marisa Paredes está demasiado teatral; Eduard Fernández, demasiado televisivo; Banderas está constantemente retocado, y recita sus parlamentos con engolamiento reprimido, con énfasis repretado. Habla como si acabase de adelgazar cuarenta kilos por el método Duncan. Son palabras gordas en un cuerpo delgado. Más que de dramatismo, dan sensación de hipoglucemia. Elena Anaya es muy guapa y Almodóvar nos enseña su cuerpo en posturas desinfectadas de realidad. El body que lleva puesto media película es el celofán que lleva pegado a la piel la película entera. Pero todos tienen poco margen, poco recorrido en los estrechos marcos de las miniaturas estéticas en que el director convierte cada película. Si algo me parece interesante es esa desarticulación, esa reducción a estampas de un argumento cuya estrambótica complejidad invita a no tenerlo en cuenta más que como ambientación de una escena concreta que se termina en sí misma. Pero en este caso, me temo, la desarticulación es mera sofisticación, disfraz, ocultamiento.
Tampoco le favorecen nada a la película, creo yo, los tiempos que corren. Suena a alta comedia. Habla el asesino y miras el diseño del jersey. Nunca te crees nada, pero tampoco disfrutas de esa complicidad irónica que supieron encontrar los artistas que, sin dejar de ser prerrafaelitas, supieron mirar, y hacer mirar las profundidades más cercanas. Almodóvar encontró ese punto en otros momentos, pero ahora, otoño del 2011, es más tiempo de Qué he hecho yo para merecer esto que de las últimas que ha hecho. Almodóvar está demasiado pendiente de sí mismo, del búnker insonorizado en el que parece vivir. Todo es tan irritantemente superficial en esta película que sólo se entiende si Almodóvar ha decidido vivir el resto de su carrera al margen de su época, metido en su tertulia de cuentos disparatados. Esta vez le ha dado por la estética sobria, otoño-invierno. Pero el frío de los rostros y lo calentorro de las acciones no casan bien, no fluyen bien.
Yo me aburrí a mitad de película, ese tramo anodino de las películas que pierden toda la tensión pero aún falta un rato para el desenlace. Podría haber disfrutado de la estética o solo lamentar que Roberto Álamo no hubiese sido el protagonista, pero en realidad me produjo disgusto, el mismo que me producen todos los intelectuales y artistas que en estos momentos no sienten la obligación de crear obras potentes, de retratar tiempos convulsos, de ponerse a su altura. Los tiempos duros hacen que lo superficial sea irrelevante, que el derroche del decorado se coma los sentimientos. En las últimas películas de Almodóvar da la sensación de que ya no solo bebe ni fuma sino que le tiene alergia al mundo real. Rueda películas con aroma de Polansky que parecen un espectáculo de Pina Baush. Vive en la calle más cool, que también se ha quedado al otro lado de la brecha por donde su público se hunde, y esperaría otra cosa de él.