Albada 254

NOTAS A UNA VEREDA

(14 de agosto de 2011)

Recuerdo que cuando subí al caballo se me vinieron a la cabeza los socorridos versos de Cavafis. Y no es que me hubiera propuesto ir en busca de Ítaca alguna (creo) ni que pidiera que el camino fuera largo para hacerme “más sabia” o tal vez “más buena”, no; lo que pensé desde el primer momento de aquel breve viaje es que lo que estaba viviendo era tan hermoso que cuando se terminara inmediatamente lo iba a echar de menos.

Tomé conciencia de ello cuando giré un poco las riendas de Fugitivo (ese era el nombre de mi montura) y avancé con el grupo. Como si entre todos formáramos un solo y fabuloso individuo, los caballos y jinetes, las vacas cada una con su ternero al lado, los perros de carea rodeándonos, los pastores y acompañantes que hacían la vereda a pie… todos los que hasta ese momento estábamos en la Dehesa de Guadalaviar, comenzamos a movernos con una sola voluntad y un mismo sentido: llevar con bien el ganado hasta los pastos de las faldas del Caimodorro.

Quien haya tenido la fortuna de hacer una vereda sabrá de las sensaciones. Sabrá del paisaje que te empapa el alma y casi sin darte cuenta te va cambiando la mirada: esos ojos cotidianos, puramente mecánicos, tan a menudo carentes de la auténtica ilusión y que han olvidado el aliento para la aventura, para lo apasionante, para lo imprevisible; sabrá de cómo por segundos nos compadecemos sorprendidos de nuestra raquítica manera de entender la Vida y nos reconocemos al fin parte de la naturaleza, esa misma que aquí la sabiduría popular ha sabido comprender y aprovechar en beneficio de ambos; sabrá del consuelo del olor a mejorana y a romero; sabrá de la armonía que siente el corazón al contemplar el cadencioso caminar de las vacas madres velando el trotar gozoso de los candorosos terneros…. del sonido de sus mugidos llamándose, de las voces hondas de los pastores, del laborioso corretear de los perros a su alrededor… del polvo, del sol, del río que refresca, de la sombra donde sentarse a almorzar, de la vida que se esconde entre las ramas y que más allá del trozo del cielo que parecen acariciar los árboles hay también nubes blancas que pasan.

Abandonamos los pastizales de la dehesa y nos adentramos a través de brezales, enebrales y aliagares cada vez más en la sierra: desde Casas de Bucar, cerca del nacimiento del Río Guadalaviar, dejamos a la espalda Griegos, bordeando su río y las espectaculares dolinas de Villar del Cobo, subimos por el Pico de Ribagorda (1712 m) y bordeamos Peña Blanca (1849 m)… El caballo esquiva pinos silvestres, atraviesa cuidadoso las pequeñas sabinas, ladea algún rebollo… veo desde la montura el bosque verde moteado por la piel ocre del ganado que lo recorre mansamente, sin dudas: su sentido de orientación prodigioso es como una tiza invisible que hubiera marcado previamente uno a uno cada tronco del camino.

Tras más de cuatro horas de marcha llegamos al Puerto de Orihuela. Allí dejamos los caballos, el resto del camino (unas dos horas) hay que hacerlas a pie. Cruzamos el Río de La Hoz Seca en el que el ganado aprovecha para beber y comenzamos la última subida. El bosque se ha hecho más frondoso, apenas pasa el sol. De vez en cuando entre los pinos aparecen esos otros ríos silenciosos que descienden tan lentos como infalibles: son corrientes vivas de piedra producidas por la gelifracción, que hay que cruzar con el mismo cuidado que si de torrentes de agua se trataran pues fácilmente puedes resbalar y caer arrastrado por la ladera.

Y por fin la meta, el objetivo conseguido: he aquí ya los pastos del pico más alto de esta sierra: el Caimodorro (1935 m.).

La alegría se pinta tímidamente en nuestros rostros algo sudorosos después del esfuerzo. Y yo estoy feliz por haber podido participar en esta pequeña vereda. Ha sido para mí un regalo porque sé de la importancia de la trashumancia y que su permanencia va mucho más allá que los intereses inmediatos de los ganaderos. En ella, en que se mantenga, se cuide y se potencie nos va mucho a todos: la salvaguarda de la biodiversidad con el aprovechamiento y la mejora de los pastos naturales y la difusión de semillas gracias al paso del ganado, el sostenimiento de nuestros sotobosques, setos, y bosques limpios sin riesgos de incendios, el mantenimiento y el vigor natural de nuestras razas autóctonas, el impulso del trabajo en común de ganaderos con la consecuente mejora de su imagen social, la compenetración de su trabajo con profesionales de muy distintos ámbitos, el mantenimiento del paisaje en el aprovechamiento de los recurso naturales, el turismo rural, la pervivencia de los pueblos… y cómo no esa “espiritualidad” tan valiosa que pervive en la forma de vivir de la trashumancia, esa que nos hace valorar la Vida con los ojos nuevos de la sabiduría de siempre. Definitivamente, creo que cuando la cara más gris del trabajo se vuelva hacia mí este invierno, me acordaré más que nunca de la brillante crin de Fugitivo.