Ya estamos con los artistas


Estoy haciendo unas catas previas en el tomo séptimo de la Historia de la literatura de Mainer, escrito por Jordi Gracia y Domingo Ródenas. Le clavo huesos afilados como a los jamones, a ver cómo huele. El anterior tomo, el también escrito por Mainer, de literatura anterior a la guerra, lo leí como un libro. Este lo leo por el índice, porque creo que también así ha sido confeccionado. Es una especie de wikilibro, de wikimanual, más bien.
            Y alguna de esas primeras catas, a un libro que se reputa de canónico (está llamado a serlo, es casi una exigencia), traen sorpresas desagradables e inesperadas rancedumbres. El libro llega hasta lo que se escribió ayer por la tarde, pero de Chaves Nogales, por ejemplo, sólo se menciona, muy de pasada, la biografía de Juan Belmonte, y con cita incluida La agonía de Francia, a la que se concede valor como documento periodístico. De A sangre y fuego y de El maestro Juan Martínez que estuvo allí, nada de nada. Tan solo se lo nombra, con leve retintín, a propósito de “quienes han vivido una revaluación muy alta en los últimos tiempos, como el periodista Manuel Chaves Nogales”.
            La cosa tendría más sentido (un sentido coherente dentro del error) si después, en las postrimerías del tomazo, los autores no se deshiciesen en elogios con Javier Cercas, a quien poco menos que invisten como faro de la modernidad narrativa. Si tanto les ha impresionado el éxito de Anatomía de un instante, su obligación académica era tratar a Chaves por lo menos con el mismo detenimiento con que trataban a Cercas. Tampoco parecen haberse dado cuenta (es decir, considerado en su debida importancia) de que la influencia de Chaves en Muñoz Molina ha sido determinante en su carrera porque, me temo, ha dado su medida real como novelista. Aunque bien es verdad que tampoco se han dado cuenta de que la influencia de Max Aub en Muñoz Molina no se limita a la “actitud ética” o a las “reivindicaciones hispánicas” sino que ha estado presente en su obra desde Beatus Ille, según el propio autor ha comentado en varias ocasiones, cuando ideó una versión moderna (la otra solo tenía veintitantos años) de Josep Torres Campalans. Es gracioso que hasta citan aquellas piezas teatrales de Max Aub que más han nutrido el imaginario de Muñoz Molina, pero pasan por encima.
            ¿Y por qué todo esto era importante en un manual de literatura? En primer lugar, el redescubrimiento de Chaves Nogales es, a mi modo de ver, un acontecimiento de primera magnitud. Si repasamos la novela española de los años cuarenta, a los inicios de la Santísima Trinidad y la visión fulgurante de Carmen Laforet hay que añadir la literatura del exilio, Sender y Aub sobre todo, mucho más Sender que Aub. Es curioso que los autores del manual traten con cierta displicencia una obra para la que en otros momentos no escatiman elogios. Para ellos lo mejor que escribió Sender fue la Crónica del alba, y no toda, mientras que una obra que tanto da que pensar sobre el concepto de novela histórica como Mr. Witt en el cantón es despachada con el solitario sambenito de decimonónica. Pero cuando hablan de La tesis de Nancy lo hacen en unos términos condescendientes que apestan a una forma de historiografía literaria que yo creía ya superada, eso que Manuel Vázquez Montalbán expresó con precisión y gracia a propósito del crítico Rafael Conte. “Quiere a la literatura como a una hija, tiene miedo de que se la vayan a estropear”, vino a decir, y eso que Conte, el de los últimos tiempos, creo que ya se había desmarcado de esa exquisitez que en términos socioliterarios sólo forma un género, pero no por sí sola una tradición.
            Ha pasado el tiempo y si le das a un lector de diecisiete años alguno de los campos de Aub te lo tira a la cabeza, pero A sangre y fuego, lo certifico, les llega como si hubiera sido escrito ayer. Y La tesis de Nancy sigue divirtiendo exactamente igual que divirtió hace treinta y tantos años a mi hermana Pilar, cuando la leyó en el instituto. La perdurabilidad es una categoría literaria que no deben desatender sus historiadores. También la Crónica del alba tiene buena aceptación en ese sector tan insultantemente sincero. Estoy hablando de un tipo de joven concreto, el alumno lector, casi siempre alumna, que lee por placer y sin esfuerzo, abierto a cualquier sugerencia, pero que juzga sin contemplaciones y arroja a la papelera lo que no le gusta por mucho que lo bendiga el libro de texto y los santos mártires del claustro; el mismo, por ejemplo, que no puede con Madame Bovary pero se lo pasa en grande con La desheredada.
            Hablando de Galdós, también Ródenas y Gracia (ahora no voy a mirar quién ha escrito qué) despachan a Sender con una frase que merece forzar la vista un poco: “Decenas de novelas, libros de cuentos y ensayos completan su ingente obra, que responde a la ejecutoria de un escritor profesional –en el sentido en que lo fueron Galdós, Blasco Ibáñez o Baroja- más que a la de un artista, con independencia de los valores estéticos que alcancen determinados títulos.” ¿Es esto un halago? ¿No eran artistas Galdós, Blasco Ibáñez o Baroja? ¿Qué hace falta, entonces, para ser artista?
            En términos novelísticos, el artista es el que interrumpe, unas veces para bien y otras muchas, la mayoría, para mal. Para que una novela perdure el artista debe emplear su arte en desaparecer. ¿Por qué mis alumnos de catorce años, algunos, siguen leyendo Huckleberry Finn con un placer similar al que ha producido durante generaciones en Estados Unidos? Y no estamos hablando de un libro para niños sino de la biblia de Faulkner o de Salinger, su punto de partida. También a los primeros críticos de Twain les pareció que el hablar desmañado de Huck no era artístico, cuando en realidad era lo más artístico de todo, el arte de transubtansciarse en un ser imaginario que cobra corporeidad mítica, presencia real. Pero ese arte exige dejarse de rigores poéticos y mandangas y narrar, narrar, narrar. Mi lectura de las novelas de Chaves era un reencuentro con ese modelo de escritor con el que siempre hemos sido tan mezquinos en España. Aquí solo llegaban las peores consecuencias del plaisir du texte, pero no ha habido manera de dar la importancia que tenían a los que mejor practicaban el arte de narrar. A sangre y fuego es, en efecto, lo que va a quedar de la guerra civil. Lo que leerá la gente dentro de cuatro siglos cuando quiera leer algo de ficción sobre la guerra civil. Leerán eso y a algunos autores extranjeros. Lo demás está cubierto por los huesos del estilo. Lo adoraremos en altares académicos pero a la gente le parecerá un ejercicio de manierismo gratuito.
            Por lo que a mí respecta, me parece relevante que las dos obras de ficción (o de no ficción, lo que se quiera) de Chaves no solo caigan bien entre lectores precoces y desprejuiciados sino entre público culto no académico. Llevo meses regalando El maestro Juan Martínez que estuvo allí a lectores cultos no académicos, a lectores sin obligaciones, y está siendo un éxito. A ver qué otra obra de los años 40, que no sea de Sender, les regalo yo para que no les entre la pesadumbre de la oficialidad y el olor a salitre y a mierda de gato de la posguerra. Más espacio dedican Ródenas y Gracia a psicópatas como García Serrano que a este hombre que murió en el momento de asentarse como narrador y aun así dejó un puñado de obras maestras que, como si hubiesen tenido que tocar fondo en una sima de desprecio, han acabado reflotando precisamente cuando a la modernidad narrativa se le llena la boca con lo que ya había hecho él. Murió joven y no sé si nosotros nos perdimos al mejor novelista de la segunda mitad del siglo o él se perdió el espectáculo del ninguneo académico con que lo iban a condecorar quienes siguen sin ver la literatura al natural, en manos limpias, que son las que mejor preservan contra los efectos de la edad.