Resulta muy curioso. Lo de menos en esta novela breve es la historia que viene anunciando desde el principio y que aparentemente la justifica. Un libro escrito para contar en él “una historia que siendo sincero conmigo mismo no puedo aspirar a que sea creída por ninguno de los que la lea”. Una historia que hábilmente se va aplazando para mantener esa expectación y que una vez contada -prácticamente al final de la novela- apenas ocupa nueve páginas.
Y es curioso porque lo que debería ser el motivo de la génesis de la novela se convierte en una mera anécdota. Algo bonito, misterioso pero prescindible. Y en un primer momento un lector apresurado, poco atento y superficial podría considerarse estafado; que el autor le ha tomado el pelo con un cuento de las mil y una noches. Pero yo creo que esa simpleza es una trampa. Una trampa inteligente e irónica. Porque esa historia: “una experiencia probablemente paranormal, una alucinación, algo imposible de explicar con la razón” no es lo que realmente importa sino que lo verdaderamente trascendente es todo lo demás. No es el destino sino el camino. No es el final sino todo lo que pasa antes.
Porque cuando al protagonista y narrador se le envía a un islote minúsculo en mitad del océano atlántico para realizar un trabajo de campo como una manera de quitarlo de en medio: “Todo era el resultado de un catedrático y padre intentando apartar de la competición a un sujeto (a mí) con más posibilidades que su hijo en ganar la carrera por la plaza”, lo que aparentemente es un amargo destierro se convierte en un lugar providencial en el que tomar conciencia de uno mismo, un tiempo para el aprendizaje de lo que realmente importa, la mayor y la mejor de las lecciones recibidas: “La estancia en la Isla de los Pelícanos me estaba proporcionando perspectivas que de no haber venido a ella no habría sido capaz de captar por mí mismo, inmerso como estaba en la vorágine del desarrollo”.
Y tal vez no sea una novela narrativamente deslumbrante, aunque se nota desde ésta -escrita en 1998- a la última -publicada en el 2011- una evolución, una contención en el lenguaje descriptivo que en esta “Isla” José Luis todavía no tenía, sobre todo en esas naturalezas muertas, paisajes, emociones y colores con los que en ocasiones tropieza; pero en la que ya está lo fundamental de su pensamiento al que se ha mantenido fiel: “Se puede elegir voluntariamente la vida que uno quiere llevar sin tener que pasar necesariamente por el pilón de la inercia en la que nos vemos envueltos”. Ya está la rebeldía, el individualismo, el carácter propio; el desprecio por los prejuicios, la apariencia y la superficialidad.
“En el mundo insulso, rutinario, carente de personalidad, donde todo el mundo y todas las cosas son iguales entre sí… en el mundo “estandarizado y global” lo original es sinónimo de extraño, y, además, es condenable por salirse de las normas a seguir por el rebaño”. Originalidad que José Luis nos muestra a través de unos personajes estrafalarios, sentimentales y entrañables. Personajes en ocasiones de un humor surrealista y disparatado que me recordaron al genial Harpo Marx. Personajes, como el hombre esdrújulo, que son protestas explícitas de la estupidez humana contemporánea y su empobrecimiento intelectual. Personajes que en su aparente insignificancia guardan el secreto inasible de la alegría, la tristeza sincera, la integridad, el equilibrio, la inteligencia y la armonía. “Como el resto de los habitantes de la Isla de los Pelícanos había alcanzado un grado de felicidad elevado suprimiendo la mayoría de sus necesidades. Sobre todo, esas necesidades absolutamente artificiales generadas por la sociedad de consumo y que no aportan ningún placer real y verdadero sino que son simples distracciones en medio de un mar de amargura provocado por la tensión originada en la sensación de carencia de bienes materiales”. “En la isla pude constatar lo inútil que resultan la mayoría de cosas consideradas indispensables en la sociedad de consumo”.
Porque esta es la manera en la que José Luis entiende la literatura: realidad factible e imaginación, fantasía, introspección, buen humor y una necesaria reflexión; un modo de expresión, un método útil, una manera de posicionarse en el mundo. Un mensaje en una botella.
Una novela en la que nos enseña a conocer frente al miedo la diferencia entre valentía y templanza; saber ante la adversidad o la injusticia qué es el valor. Nos presenta un original código de comunicación, un sistema con tres paraguas que según el color –rojo, verde o amarillo- sirve para comunicar el estado de ánimo de cada uno; una forma sincera de eliminar la hipocresía en las relaciones entre personas. Nos habla del estoicismo ante la tragedia y el escepticismo ante el júbilo momentáneo y fugaz; de la soberbia, la vanidad y la codicia; de la prisa y la lentitud; del confort insaciable, de la explotación insostenible del planeta, del contacto y el respeto con la naturaleza. Principios, valores esenciales por encima de cualquier apropiación interesada, oportunista y demagógica.
Pensamientos en los que encuentro una reconfortante coincidencia: “Nunca el dinero me ha proporcionado satisfacciones tan elevadas que no hubiera cambiado por crecimiento personal, intelectual y moral”. Reflexiones que podría suscribir, frases para dejar subrayadas: “Coincido con aquel viejo profesor de bachillerato que decía que el 70% de una persona no está compuesta de agua sino de los libros que lee y el otro 30% de las personas que ama y a las que odia”.
Y es curioso porque lo que debería ser el motivo de la génesis de la novela se convierte en una mera anécdota. Algo bonito, misterioso pero prescindible. Y en un primer momento un lector apresurado, poco atento y superficial podría considerarse estafado; que el autor le ha tomado el pelo con un cuento de las mil y una noches. Pero yo creo que esa simpleza es una trampa. Una trampa inteligente e irónica. Porque esa historia: “una experiencia probablemente paranormal, una alucinación, algo imposible de explicar con la razón” no es lo que realmente importa sino que lo verdaderamente trascendente es todo lo demás. No es el destino sino el camino. No es el final sino todo lo que pasa antes.
Porque cuando al protagonista y narrador se le envía a un islote minúsculo en mitad del océano atlántico para realizar un trabajo de campo como una manera de quitarlo de en medio: “Todo era el resultado de un catedrático y padre intentando apartar de la competición a un sujeto (a mí) con más posibilidades que su hijo en ganar la carrera por la plaza”, lo que aparentemente es un amargo destierro se convierte en un lugar providencial en el que tomar conciencia de uno mismo, un tiempo para el aprendizaje de lo que realmente importa, la mayor y la mejor de las lecciones recibidas: “La estancia en la Isla de los Pelícanos me estaba proporcionando perspectivas que de no haber venido a ella no habría sido capaz de captar por mí mismo, inmerso como estaba en la vorágine del desarrollo”.
Y tal vez no sea una novela narrativamente deslumbrante, aunque se nota desde ésta -escrita en 1998- a la última -publicada en el 2011- una evolución, una contención en el lenguaje descriptivo que en esta “Isla” José Luis todavía no tenía, sobre todo en esas naturalezas muertas, paisajes, emociones y colores con los que en ocasiones tropieza; pero en la que ya está lo fundamental de su pensamiento al que se ha mantenido fiel: “Se puede elegir voluntariamente la vida que uno quiere llevar sin tener que pasar necesariamente por el pilón de la inercia en la que nos vemos envueltos”. Ya está la rebeldía, el individualismo, el carácter propio; el desprecio por los prejuicios, la apariencia y la superficialidad.
“En el mundo insulso, rutinario, carente de personalidad, donde todo el mundo y todas las cosas son iguales entre sí… en el mundo “estandarizado y global” lo original es sinónimo de extraño, y, además, es condenable por salirse de las normas a seguir por el rebaño”. Originalidad que José Luis nos muestra a través de unos personajes estrafalarios, sentimentales y entrañables. Personajes en ocasiones de un humor surrealista y disparatado que me recordaron al genial Harpo Marx. Personajes, como el hombre esdrújulo, que son protestas explícitas de la estupidez humana contemporánea y su empobrecimiento intelectual. Personajes que en su aparente insignificancia guardan el secreto inasible de la alegría, la tristeza sincera, la integridad, el equilibrio, la inteligencia y la armonía. “Como el resto de los habitantes de la Isla de los Pelícanos había alcanzado un grado de felicidad elevado suprimiendo la mayoría de sus necesidades. Sobre todo, esas necesidades absolutamente artificiales generadas por la sociedad de consumo y que no aportan ningún placer real y verdadero sino que son simples distracciones en medio de un mar de amargura provocado por la tensión originada en la sensación de carencia de bienes materiales”. “En la isla pude constatar lo inútil que resultan la mayoría de cosas consideradas indispensables en la sociedad de consumo”.
Porque esta es la manera en la que José Luis entiende la literatura: realidad factible e imaginación, fantasía, introspección, buen humor y una necesaria reflexión; un modo de expresión, un método útil, una manera de posicionarse en el mundo. Un mensaje en una botella.
Una novela en la que nos enseña a conocer frente al miedo la diferencia entre valentía y templanza; saber ante la adversidad o la injusticia qué es el valor. Nos presenta un original código de comunicación, un sistema con tres paraguas que según el color –rojo, verde o amarillo- sirve para comunicar el estado de ánimo de cada uno; una forma sincera de eliminar la hipocresía en las relaciones entre personas. Nos habla del estoicismo ante la tragedia y el escepticismo ante el júbilo momentáneo y fugaz; de la soberbia, la vanidad y la codicia; de la prisa y la lentitud; del confort insaciable, de la explotación insostenible del planeta, del contacto y el respeto con la naturaleza. Principios, valores esenciales por encima de cualquier apropiación interesada, oportunista y demagógica.
Pensamientos en los que encuentro una reconfortante coincidencia: “Nunca el dinero me ha proporcionado satisfacciones tan elevadas que no hubiera cambiado por crecimiento personal, intelectual y moral”. Reflexiones que podría suscribir, frases para dejar subrayadas: “Coincido con aquel viejo profesor de bachillerato que decía que el 70% de una persona no está compuesta de agua sino de los libros que lee y el otro 30% de las personas que ama y a las que odia”.
“La isla de los pelícanos”. José Luis Galar. 111 páginas. Segunda Edición. Prames. Zaragoza, 2010.