José María de Pereda es uno de esos clásicos al que se justifica más que se alaba. En realidad se justifica quien lo defiende, aquel a quien le gusta, a no ser que sea santanderino. El Cantabria supongo que leerlo estará mejor visto. Aquí en Madrid, y me temo que en el resto de España, leerlo es una extravagancia. Salvo mis amigos Carmen Pacheco y Rodolfo López Isern, no conozco a nadie que no ponga una mueca de asco cuando le digo que pienso leer este verano lo que me queda de sus obras completas. Y tampoco conozco a ningún escritor sobre el que los prejuicios hayan caído de un modo tan implacable. Pereda, dicen, es El Costumbrista Provinciano, el patrón de todos los que han sido y siguen siendo, el más ilustre y significativo, y por lo tanto el más pesado, el más pastoso, el más conservador, el más aburrido. Con esos apellidos, Pereda ocupa desde hace más de cien años un sitio fijo en los manuales de literatura que es como el de esos parlamentarios que ocuparon un escaño durante medio siglo y nunca se les oyó levantar la voz ni decir nada que no fuera insustancial o meramente protocolario.
Y la verdad es que no sé qué fue antes, si el gustarme a mí Pereda o disfrutar, practicar incluso el costumbrismo provinciano. Estos días he vuelto sobre Pereda porque es una lectura que combina muy bien con la traducción de las Geórgicas. También Pereda monta frases enteras para que luzca una palabra sola, un vocablo terruñero, rústico y fragante. Conforme pasa el tiempo creo menos en que Pereda quisiera recrear el mundo campesino y santanderino y más en que gozaba con el mero pulimento de la prosa, con la cadencia de las frases y los acentos de las palabras. Encuentro en Pereda un distanciamiento en el que no he visto que reparen los eruditos, los mismos que con cómica frecuencia denuncian que las descripciones de Pereda son paisajes cántabros inventados, que ellos han ido a mirarlos y no son así. Naturalmente que no son así. No son flores, son palabras. No es el qué, es el cómo. Disfrutar de Pereda es abstraerse un poco de la importancia de lo que nos cuenta y disfrutar de un modo semejante al que pudo escribir él, recreándose en los párrafos, dejándose llevar por el murmullo de las escenas pastoriles, o añorando un mundo plácido e injusto, remoto y eterno que decora muy bien las tardes de invierno. A lo que dice Pereda se llega prescindiendo de ello. Al tuétano se llega por las formas, como sucedería luego en mi admirado Gabriel Miró.
Digo que Pereda combina muy bien con Virgilio y no solo porque Pereda es un maestro de la geórgica en castellano, sino sobre todo porque traducir a Virgilio es la extrema lentitud al escribir y leer a Pereda es la extrema lentitud al leer, y no porque sea difícil o profundo (más bien es llevadero y superficial) sino porque casi cada párrafo es un cuadro que invita a su contemplación, no a su lectura. Este, digamos, prerrafaelismo santanderino es algo que seguramente no se le ocurrió jamás al propio Pereda, que siempre parece creer en lo que dice, pero que en la distancia ha quedado como un rasgo de modernidad. Alabamos en Flaubert el ideal de la novela semoviente, sin más impulso que su prosa, pero nos parece de mal gusto que en Peñas arriba no suceda casi nada, que la novela vaya hilándose con los paisajes, los tipos y las estaciones, y de fondo, como un murmullo marino, se vaya hilando una leve anécdota que no tiene más misión que animar un poco la curiosidad.
El gran crítico Montesinos decía que en Pereda ya estaba buena parte del 98. Ese demorarse en la falta de sustancia (Azorín), ese narrar nómada, aparentemente anodino, y por eso mismo imprevisible (Baroja), la abstracción de los lagos y de las montañas (Unamuno) son detalles que a cada paso nos recuerdan a los del 98 como si fuese Pereda el que, juntando trazas de distinta procedencia, estuviera imitándolos a ellos. Es incluso regeneracionista, y, como Valle-Inclán, carlista y amante de los blasones. Me imagino a un opositor al que le pusieran delante el siguiente párrafo, sin título ni autor:
De igual modo que en la cocina de mi tío se hablaba en todo el lubar por chicos y grandes, viejos y mozos. Como nota característica de aquel lenguaje, las hh como jj y las oo finales como uu: verbigacia, jermosu y jormigueru por hermoso y hormiguero. Pero tan acompasada y tan melódica es la cadencia que dan a la frase, que no resultan las asperezas de la palabra desagradables al oído: al contrario, y tienen expresiones y modismos de un sabor tan señaladamente clásico, que con ello y el sonsonete rítmico de que las acompañan, oyendo una conversación entre aquellos montañeses, se me venía a la memoria la música de nuestros viejos Romanceros.
Este texto fue escrito en 1895, y si solo contásemos con ese dato daríamos la ironía por supuesta y nos parecería propio de un cuento como los de Femeninas, el primero de Valle-Inclán, que también salió ese año. Como conocemos a Pereda, ya partimos de que en él no cuadra el cinismo estético sino el tradicionalismo rancio, aunque el resultado, puesto encima de un papel, sea tan parecido.
Leer al más grande de los escritores de provincias es todo un estado de ánimo. También él, que llegó a ser académico, se quejaba de la postergación en que vivían condenados los escritores que ahora llamaríamos periféricos, y de que la cultura oficial, por así decirlo, tuviera que tener siempre el tono de las grandes ciudades, su amor por las noticias, sus enredos, esa extraña necesidad de apurar el instante que les hace llevar una vida tan repetitiva. Sus argumentos en defensa de la novela pastoril, que es lo que en el fondo escribe, los son también de un modo de entender la literatura. Su amigo Galdós, maestro supremo de la novela, imagina torrentes de acontecimientos, grandes lienzos que manchar de situaciones, quizá influido por esa sensación de inabarcabilidad que transmite Madrid. Cualquier alma cándida que se pasea por una calle ya tiene su novela. La ciudad es la extrema saturación del argumento, los hechos infinitos. El campo, en cambio, es el no acontecimiento, o bien tan solo aquello que sucede con la velocidad de las plantas y al ritmo de las estaciones. No hay que indagar, suponer ni cotillear. Todo es previsible, tanto que no merece la pena perder el tiempo muñendo argumentos, como diría Umbral.
En fin, estreno verano sofocante leyendo Peñas arriba. Justo ahora, en la página trescientos y pico, cuando, aparte de presentarnos a unos cuantos tipos del lugar y viajar a caballo de un valle a otro, no ha ocurrido absolutamente nada, pero llega el invierno y a don Celso, el patriarca (interesante la figura del patriarca que grita ¡mueran los caciques!, una especie de don Juan Manuel de Montenegro sin rasgos teatrales), ya se le han caído todas las hojas. Voy en el metro leyendo cómo el narrador pasea a caballo por nebulosos valles y descubre el argumento de la naturaleza, o describe con esmero casas solariegas y habla, con toda naturalidad, de “la espingarda del gaznápiro”. Vivimos en un mundo en el que si un autor escribe “la espingarda del gaznápiro” no solo no le publican la novela sino que se tiene que cambiar de nombre si quiere intentarlo de nuevo. Leo en el tren atestado de best-sellers proletarios una larga novela donde no sucede nada y todo está lleno de montañas. Y el frío no reseca la garganta.