(5 de junio de 2011)
Como un gigante con pies de barro, así de vulnerables nos hemos sentido de pronto esta semana. Un gigante acometido tambaleándose: ha bastado que una consejera de Hamburgo saliera a la prensa especulando sobre el origen español de la mortal contaminación para que a la producción de hortalizas y verduras de nuestro país se le diera con las puertas en las narices en la mayor parte de los mercados europeos, y todo ello además a velocidad de infarto. De nada sirvió la tibia y lenta actuación de nuestro gobierno afirmando que faltaban bases científicas para tal acusación, tampoco la postura en absoluto “definida” de la Comisión Europea ha ayudado mucho… Las consecuencias han sido devastadoras para el sector agrícola español, aún a la espera hoy de alguna medida “reparadora” ante las “instancias que correspondan” (¿Alemania, la Unión Europea, nadie?)
Tertulianos, prensa, calle… en estos días se ha hablado mucho de las cuantiosas pérdidas en economía y en el prestigio de la marca España; también de esa sensación que por desgracia no nos es muy extraña: percibir que a la hora de la verdad siempre parecemos el vecino pobre de la escalera, el más vulnerable, ese al que todos pueden toser y quedarse tan tranquilos. El proceso ha sido parecido al de otras veces; ante las primeras noticias, alarma y estupor; luego con las consecuencias, indefensión y rabia, y por último después del desenlace, alivio, desahogo y quizás incluso esta vez hasta cierto resentimiento al ver la cara de “poco arrepentimiento” de la misma responsable de Hamburgo al dar los resultados de la pertinente analítica.
Sin embargo, si queremos ser consecuentes y nos permitimos ver “más allá” de estas importantes perdidas y de este enfado mayúsculo, comentaríamos, “debatiríamos”, “nos preocuparíamos” sobre todo por el trasfondo de las causas de estas crisis del sector de la alimentación y sanitario. Como también ocurrió con la gripe aviar, las vacas locas, las dioxinas de los piensos etc. etc., estos hechos son una muestra de lo que se esconde en el origen: una gran equivocación. Es mucho más que la mala gestión de crisis puntual, porque esos pies de barro de los que hablaba al principio son los mismos para todos los países, todos los compartimos, todos estamos haciendo un camino equivocado con la radical liberalización del mercado agroalimentario. Esta vez ha sido una enorme ola la que nos ha salpicado, un remojón intempestivo y doloroso porque además ha habido muertes, pero el principio está en el mar de fondo, en la terrible tormenta ya cercana al horizonte que entre todos estamos preparando con un tema tan importante, tan vital como es la ALIMENTACIÓN.
Hemos construido un modelo industrial para ella, como si la alimentación pudiera serlo (¡niño, con la comida no se juega!, qué razón tenían nuestras abuelas!); se han dirigido las producciones hacia el mercado global, al servicio un capital controlado/descontrolado por los grandes grupos de presión, olvidándose de la producción y la demanda a escala local y sostenible; se ha aumentado la producción de grandes extensiones de monocultivos, agotando tierra, paisaje, acuíferos, a la vez que se arruinaba a las pequeñas explotaciones familiares.
La nula sostenibilidad de este modelo urbano-industrial se nos muestra todavía más evidente en momentos de deflación económica y crisis generalizada como los que estamos viviendo. Se ha hecho además evidente que no es solución para remediar la falta de alimentos en los países “menos desarrollados” pues las superestructuras de la industria alimentaria no están pensadas para dar de comer al hambriento sino para conseguir los mayores beneficios de los propietarios de las grandes compañías. (A pesar de que en poco tiempo se ha triplicado la producción de alimentos, la hambruna y la escasez de recursos de los mismos es cada vez mayor).
Los consumidores con este modelo agrícola-industrial pagamos cada vez más precios abusivos en los alimentos básicos mientras que los agricultores no reciben nada de este sobreprecio; al contrario, la globalización nos hace tan dependientes que estamos asistiendo al nuevo fenómeno de la deslocalización: el acopio de tierras, de buenas tierras por parte de organizaciones poderosas, un verdadero saqueo en toda regla que lleva a muchos campesinos a abandonarlas en manos de las multinacionales de los agronegocios.
Finalmente es una cuestión de mera supervivencia, supervivencia para los campesinos y supervivencia para los que vivimos atrapados en la ciudad, cada día más dependiente, más esclavos de intereses globalizados y ajenos. Es un problema que nos afecta a todos porque la producción agraria, o llamémosla más llanamente “los alimentos”, son un bien social colectivo y vital, y como tal todos debemos hacernos responsables (todos necesitamos comer, todos tenemos derecho a la comida).
No se trata de volver a la época de las cavernas, consiste precisamente en lo contrario, en aprender a saber vivir mejor: recuperar la soberanía alimentaria, aprovechar los recursos autóctonos, relanzar el consumo local, “reconstruir” un sistema agroalimentario social y ecológicamente sostenible, reorientar las propuestas políticas hacia la descentralización, recuperar la variedad paisajística y los ecosistemas con el uso de una ganadería y un cultivo responsable, respetar las formas de vida, la cultura, la dignidad de nuestros agricultores y ganaderos, evitar ese silencio de abandono que cada día se escucha más en nuestros pueblos y campos (el de Teruel es atronador). Se trata de abandonar el camino equivocado y reconducir nuestros pasos, los pasos de todos, aunque de momento pertenezcan a unos frágiles, dudosos pies de arcilla y barro.
Hemos construido un modelo industrial para ella, como si la alimentación pudiera serlo (¡niño, con la comida no se juega!, qué razón tenían nuestras abuelas!); se han dirigido las producciones hacia el mercado global, al servicio un capital controlado/descontrolado por los grandes grupos de presión, olvidándose de la producción y la demanda a escala local y sostenible; se ha aumentado la producción de grandes extensiones de monocultivos, agotando tierra, paisaje, acuíferos, a la vez que se arruinaba a las pequeñas explotaciones familiares.
La nula sostenibilidad de este modelo urbano-industrial se nos muestra todavía más evidente en momentos de deflación económica y crisis generalizada como los que estamos viviendo. Se ha hecho además evidente que no es solución para remediar la falta de alimentos en los países “menos desarrollados” pues las superestructuras de la industria alimentaria no están pensadas para dar de comer al hambriento sino para conseguir los mayores beneficios de los propietarios de las grandes compañías. (A pesar de que en poco tiempo se ha triplicado la producción de alimentos, la hambruna y la escasez de recursos de los mismos es cada vez mayor).
Los consumidores con este modelo agrícola-industrial pagamos cada vez más precios abusivos en los alimentos básicos mientras que los agricultores no reciben nada de este sobreprecio; al contrario, la globalización nos hace tan dependientes que estamos asistiendo al nuevo fenómeno de la deslocalización: el acopio de tierras, de buenas tierras por parte de organizaciones poderosas, un verdadero saqueo en toda regla que lleva a muchos campesinos a abandonarlas en manos de las multinacionales de los agronegocios.
Finalmente es una cuestión de mera supervivencia, supervivencia para los campesinos y supervivencia para los que vivimos atrapados en la ciudad, cada día más dependiente, más esclavos de intereses globalizados y ajenos. Es un problema que nos afecta a todos porque la producción agraria, o llamémosla más llanamente “los alimentos”, son un bien social colectivo y vital, y como tal todos debemos hacernos responsables (todos necesitamos comer, todos tenemos derecho a la comida).
No se trata de volver a la época de las cavernas, consiste precisamente en lo contrario, en aprender a saber vivir mejor: recuperar la soberanía alimentaria, aprovechar los recursos autóctonos, relanzar el consumo local, “reconstruir” un sistema agroalimentario social y ecológicamente sostenible, reorientar las propuestas políticas hacia la descentralización, recuperar la variedad paisajística y los ecosistemas con el uso de una ganadería y un cultivo responsable, respetar las formas de vida, la cultura, la dignidad de nuestros agricultores y ganaderos, evitar ese silencio de abandono que cada día se escucha más en nuestros pueblos y campos (el de Teruel es atronador). Se trata de abandonar el camino equivocado y reconducir nuestros pasos, los pasos de todos, aunque de momento pertenezcan a unos frágiles, dudosos pies de arcilla y barro.