La última novela de Ian McEwan que pensé que podía cosiderarse menor fue Ámsterdam, que disfruté pero no dejó de parecerme un divertimento posmoderno. Las cuatro que siguieron (o que yo he leído), Expiación, Sábado, Chesyl Beach y, ahora, Solar, no solo son piezas mayores sino la clase de novela que queda fija en el imaginario, que sirve para nombrar una época, un momento, una actitud.
Claro que una novela solo puede aspirar a la ejemplaridad si se enfrenta al más difícil de sus retos, que es ser una buena novela en todos sus extremos, tan ambiciosa como técnicamente dotada. Solar va más en la onda de Sábado, más ligera que Sábado, que era asaz exhaustiva, pero con la misma música científica. Cuenta la historia de un premio Nobel de física prematuro al que las circunstancias, tan azarosas como cómicas, le llevan a una especie de pacto involuntario con el diablo que acaba volviéndose en su contra. Va de mujer en mujer y de adulterio en adulterio, y su punto de vista científico contamina de una cierta falta de escrúpulos su caótica existencia moral, la barniza de cínica resignación. Beard, el protagonista, ha abandonado en aras de su prestigio cualquier forma de consistencia cotidiana. Su vida es una lucha constante contra y a favor de sus gónadas, del abandono de quien lo tiene ya todo hecho, de esa ortodoxia filosófica que si te descuidas te inocula el síndrome de Diógenes. Por él pasa la edad adulta y se asoma la provecta, y su cuerpo se deforma y se degrada pero, afortunadamente para él y desgraciadamente para su equilibrio emocional, siempre consigue que haya un roto para un descosido.
La carambola narrativa empieza a chocar con elegancia cuando asiste a la muerte casual (una muerte de piel de plátano) de un estudiante de física que, aparte de estar acostándose con su mujer, tiene unas ideas tan extravagantes como interesantes para crear una máquina de fotosíntesis con la que crear energía limpia y barata. Beard rehace su vida con ese proyecto para salvar el mundo, y de paso consigue que por un tiempo lo dejen en paz.
Los detalles merece la pena disfrutarlos en el libro. La trama tiene la virtud de no complicar las cosas más allá de lo puramente cómico. Es una trama en el tiempo, veinte años, que permite ir desarrollándola a base de episodios autónomos, algunos memorables. La historia de la barra de labios en el Polo es un relato espléndido, generosamente desarrollado, y la del tomatazo a la activista fanática (con ese detalle maravilloso de la temperatura de las esposas) ya la hubiera querido para sí Tom Wolf. Esta narración en el tiempo plagada secuencias divertidas y mujeres sensuales me ha recordado más de una vez a John Irving, por más que el personaje se parezca más a los de Tibor Fisher, limpios por fuera y chinaskys por dentro. Su lado donjuanesco emparenta a Beard con el ciudadano medio, no premio Nobel, pero toda su vida reo de las ambiciones más primarias, el tipo bajo y calvo que se defiende de las frecuentes catástrofes a base de colesterol, que ha llegado a un cierto nihilismo por pura lógica y sentido de la equidad. Pero por el lado del invento, de la máquina de fotosíntesis, McEwan se propone retratar toda una sociedad, este extraño mundo en el que las nobles aspiraciones se financian con dinero negro y los héroes del conocimiento se tiran puñaladas por los pasillos, donde la ortodoxia progresista puede conducir al fanatismo imbécil y el prestigio científico se ventila entre sábanas de hotel. La vida íntima de Beard es la del ciudadano común, y la pública la del mundo que le toca vivir. El primer gran logro de McEwan consiste en que hacer premio Nobel a ese ciudadano representativo parezca de lo más natural.
Lo de Irving no sólo afecta al tipo de historia, por así decirlo. El referente genérico que utilizó en Expiación (como en El inocente y en Chesyl Beach, que llega un poco más lejos) es el mundo dolorido, asustado todavía de los años cincuenta, pero en Solar aborda el presente que acaba de terminar, la entrada en el siglo XXI de una generación que ya no había conocido la guerra y despreciaba la época de sus padres, que transitó por el jipismo y las autopistas financieras y se instaló en un mundo de triunfadores lamentando, en la vejez, que se empezase a terminar lo bueno. Ese arco iris de los folladores años sesenta hasta los despiadados años diez es una ruta que ha emprendido varias veces Irving, aunque el método, el profesional que nos enseña el mundo con su trabajo, el Frank Bascome de Richard Ford, el Conejo de Updike, en un tono minucioso y desconsiderado (aunque con bastante más sentido del humor que Ford) es un tipo de novela muy americana, uno de los arquetipos más integradores para quienes aspiran a la máxima distinción posible: crear mitos del presente. Cada época necesita un tratamiento que excede las competencias de la historiografía y de cualquier otra ciencia. Se trata de escurrir la realidad y recrearla luego en forma de arquetipo, en sacarle un retrato al mundo en el que se vive y dejarlo para la posteridad. Sólo la ficción puede llevar a cabo una selección arbitraria y caprichosa cuyo significado, sin embargo, esté más cerca de la verdad que el estudio científico.
No creo que pueda haber mayor ambición en un novelista, sobre todo si es de tradición posmoderna: encontrar un género (la novela americana a lo Irving), un personaje sarcástico y complejo y un buen puñado de historias bien contadas en medio de una trama entretenida, y todo ello maravillosamente narrado, sin que el maestro de la dosificación aparezca por ninguna parte.
Como la he disfrutado tanto, me creo con licencia de ponerle un par de peros. Tan solo torcí el morro la primera vez que, como de pasada, el narrador nombra a Turpin recién salido de la cárcel y Beard no hace ni caso. Es un indicador metanarrativo, una cuña de guión, que se disuelve pero convierte la espera en previsibilidad. Y lo mismo, a mi juicio, sucede con las cartas del padre: cuando los abogados ingleses llegan al pueblucho norteamericano donde va a tener lugar la gran demostración, lo que van a decir ya nos lo esperamos, porque de lo contrario nada de la trama de Aldous, el joven científico muerto por accidente, habría tenido mucho sentido. No es totalmente previsible, pero teniendo en cuenta el excelente nivel de sorpresa que anima la obra entera, suena a cierre técnicamente impecable pero, ay, sin ese punto de vitalidad creativa que nos ha llevado en andas por toda la novela. Yo hubiera preferido que la posibilidad de ser descubierta la superchería de Beard fuera algo más ostensible, más mortificante. Beard olvida la trama como prescinde, en la medida de lo posible, de castigarse con moralinas. Pero el lector yo creo que no. El lector yo creo que se lo espera, lo que, bien visto, da un toque de ironía trágica, de tragedia bufa.
Da igual. Las buenas novelas se disfrutan hasta en sus aparentes defectos, que no son más que ganas de discutir, inercia del entusiasmo, plena satisfacción.