El día del funeral, al terminar la misa, subió hasta el ambón y dijo unas breves, sencillas y emotivas palabras.
La madre de Ricardo se lo había pedido y él no pudo negarse. Nadie en toda la iglesia podía presumir de conocerlo mejor, haber compartido tanto con Ricardo; de ser su amigo desde la infancia, de haber ido juntos al colegio y al instituto; de ser vecinos, compañeros de juegos, descampados y pupitre; de pitillos, borracheras y risas a medias en la peña y en las noches de fiesta. De esperanzas emboscadas en el miedo y la vergüenza. Palabras de letras mudas. Verbos sin pronunciar.
Pero, sobre todo, por compartir la misma afición por la pesca. Primero, de pequeños, en el río del pueblo; y después, cuando Ricardo se sacó el carnet, le pedían el coche a su padre y se iban muchos domingos a pescar al pantano de Mequinenza. Se pasaban el día allí juntos, horas y horas los dos solos, sentados en la orilla de aquel mar interior sin desengaños, mareas ni tempestades.
Nadie mejor que él para decir aquellas sentidas y sinceras palabras de recuerdo, nostalgia, duelo y añoranza. Nadie mejor que él para contar su biografía; testigo privilegiado de su vida y de su muerte. Amistad y afición conservada por encima de la distancia y el tiempo, cuando Ricardo estuvo seis años estudiando fuera y él se quedó en el pueblo trabajando con su padre la tierra y las granjas. Él, que con sus primeros ahorros, compró un pequeño bote y un remolque de segunda mano y cuando Ricardo volvía en vacaciones a casa se iban de pesca al pantano. A pasar juntos el día flotando en aquel mar de agua dulce, horas de intimidad y soledad en aquella bañera de aluminio. Cerca, muy cerca el uno del otro. Letras sin sonido. Palabras viejas. Muertas antes de haber nacido.
Nadie mejor que él para desmentir con palabras tristes los rumores que hablaban de enemistad y distanciamiento entre ellos desde aquella noche en las fiestas de agosto cuando se pelearon a puñetazo limpio y delante de todo el mundo en la puerta del bar de Ayiera. Justo cuando Ricardo y Blanca se hicieron novios. Naufragio. Verano. Incendio y tormenta. Palabras sin sonido y letras muertas.
Nadie mejor que él para hablar y guardar silencio. Callar los defectos y recordar sus virtudes. Rezar una oración por la salvación de las almas y pedir el perdón de los pecados. Inocencia. Primera piedra. Manzana virgen. Serpiente y culpa.
Nadie mejor que él para llorar por segunda vez su muerte. Para arrepentirse de una borrachera, del odio por la verdad y el anzuelo de una despedida de soltero por los viejos tiempos. Mar de agua dulce. Ayer, ilusión, mentira y nunca.
La madre de Ricardo se lo había pedido y él no pudo negarse. Nadie en toda la iglesia podía presumir de conocerlo mejor, haber compartido tanto con Ricardo; de ser su amigo desde la infancia, de haber ido juntos al colegio y al instituto; de ser vecinos, compañeros de juegos, descampados y pupitre; de pitillos, borracheras y risas a medias en la peña y en las noches de fiesta. De esperanzas emboscadas en el miedo y la vergüenza. Palabras de letras mudas. Verbos sin pronunciar.
Pero, sobre todo, por compartir la misma afición por la pesca. Primero, de pequeños, en el río del pueblo; y después, cuando Ricardo se sacó el carnet, le pedían el coche a su padre y se iban muchos domingos a pescar al pantano de Mequinenza. Se pasaban el día allí juntos, horas y horas los dos solos, sentados en la orilla de aquel mar interior sin desengaños, mareas ni tempestades.
Nadie mejor que él para decir aquellas sentidas y sinceras palabras de recuerdo, nostalgia, duelo y añoranza. Nadie mejor que él para contar su biografía; testigo privilegiado de su vida y de su muerte. Amistad y afición conservada por encima de la distancia y el tiempo, cuando Ricardo estuvo seis años estudiando fuera y él se quedó en el pueblo trabajando con su padre la tierra y las granjas. Él, que con sus primeros ahorros, compró un pequeño bote y un remolque de segunda mano y cuando Ricardo volvía en vacaciones a casa se iban de pesca al pantano. A pasar juntos el día flotando en aquel mar de agua dulce, horas de intimidad y soledad en aquella bañera de aluminio. Cerca, muy cerca el uno del otro. Letras sin sonido. Palabras viejas. Muertas antes de haber nacido.
Nadie mejor que él para desmentir con palabras tristes los rumores que hablaban de enemistad y distanciamiento entre ellos desde aquella noche en las fiestas de agosto cuando se pelearon a puñetazo limpio y delante de todo el mundo en la puerta del bar de Ayiera. Justo cuando Ricardo y Blanca se hicieron novios. Naufragio. Verano. Incendio y tormenta. Palabras sin sonido y letras muertas.
Nadie mejor que él para hablar y guardar silencio. Callar los defectos y recordar sus virtudes. Rezar una oración por la salvación de las almas y pedir el perdón de los pecados. Inocencia. Primera piedra. Manzana virgen. Serpiente y culpa.
Nadie mejor que él para llorar por segunda vez su muerte. Para arrepentirse de una borrachera, del odio por la verdad y el anzuelo de una despedida de soltero por los viejos tiempos. Mar de agua dulce. Ayer, ilusión, mentira y nunca.
Nadie mejor que él, que le había visto caer al agua, para hablar de la oscuridad y el miedo; que había sido testigo de cómo se ahogaba en aquel pantano negro, azul y verde; de cómo sus ojos lo miraban fijamente detrás del agua turbia antes de irse al fondo; hundirse en el infierno húmedo y frío de las palabras que nunca existieron.
Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Esther Moliné