La etapa turística de Woody Allen (que los críticos, faltaría más, tachan de “crepuscular” con la originalidad que los caracteriza) me está enseñando más de narratividad que mucha hueca pompa e incluso que otras películas célebres del propio Allen. Desde que filmó la gran Match Point, y con algún interludio neoyorkino que no me gustó del todo, las películas de Allen son como folletos turísticos en forma de película, cada vez más radicales, es decir, más depuradas. Vicky Cristina Barcelona fastidió a muchos porque repartía postales barcelonesas sin caer en la cuenta de las sensibilidades idiosincrásicas de la vecindad, es decir, que dio una visión ilustrada, distanciada, la que pueda reconocerse desde lejos.
En Midnight in Paris la cosa llega al extremo, pero es un extremo muy divertido. A Woody Allen le pagan a cambio de que enseñe una ciudad. Si, como en Vicky…, son varias ciudades las que pagan, allá se marcha Allen, rueda un plano en el hotel donde se hospeda y se vuelve. Aquí pagaron por exhibir la Ciudad de la Luz (creo que se dice así) y Allen planta cinco minutos de postales antes incluso de los títulos de crédito. Las imágenes tienen esa melancolía que va virando al sepia tan típica de Allen, y aparecen yuxtapuestas según las horas del día sobre una pieza de jazz vagamente parisina. Ya está. Ya puede empezar la película, que usa un par de museos, una callejuela, un par de escaparates antiguos y unos estupendos interiores que nos sacan y nos meten del presente en el pasado como en las mangas de un tejido natural. Y en esos interiores más audaces que fastuosos, garantizados por el gancho que tienen los cameos históricos (Kathy Bates haciendo de una Gertrude Stein más simpática de lo que nos imaginamos, Adrien Brody de Dalí, etc.), Allen utiliza las páginas interiores de la guía turística, la Belle Epoque o los años del surrealismo, con un humor que nace precisamente de los tópicos (la silla de Touluse Lautrec, el peinado de Picasso, el mechón clarkgable de Hemingway o el sombrero de Djuna Barnes) y que, casi sin proponérselo, da una versión exacta del pasado: exagerada, imposible, y finalmente tan simple como el propio presente.
Una vez que Allen ha saqueado el folleto turístico procede a saquear su propio catálogo de personajes: la novia de buena posición que se enrolló con un artista pero en lo más profundo de su corazón necesita un banquero pedante, el novio Woody Allen (en este caso, a mi juicio, mejor que Cushack, el último que me gustó cómo lo hizo), los padres educadamente insoportables, ese antagonista estúpido, el advenedizo pedante e insensible, el odioso señor por el que se pirran tantas mujeres, o algo tan sencillo como difícil: sacar una conclusión de novela popular, una moraleja sensata que da sentido a la película.
Y con esos mimbres, que son todo, Allen esboza unos diálogos muy divertidos, llenos de humor más que de chistes, con ese hablar correcto y extendido que tanto echo de menos en el cine contemporáneo, esclavo de la esticomitia. Y, aun habiéndolos, esos chistes tienen más recorrido del que parece. Por ejemplo, el chiste con Buñuel, un tipo retraído, con cara de susto, que es como yo me lo imagino en aquella época. El protagonista, que ya juega a ser un yanqui en la corte del Surrealismo, le sugiere el argumento de una película: unos burgueses que no pueden salir de la habitación. “¿Y por qué no pueden?”, pregunta Buñuel. El americano de 2010 se lo intenta explicar pero Buñuel se encastilla en un “no lo entiendo” que le hace parecer un poco tonto. Ahí el sarcasmo no va con Buñuel sino, me temo, con el surrealismo entero. Lo más probable es que en el folleto turístico dijera cómo escribían Buñuel y Dalí sus guiones: cuando uno imaginaba una escena, si el otro la entendía, la descartaban, y sólo la dejaban si el otro decía “no lo entiendo”. Buñuel rodó esa maravilla, parece decirnos, porque, según las normas del surrealismo, no la entendía.
Yo creo que eso es algo más que un chiste, por no hablar del mejor Hemingway que he visto nunca en el cine, un macarra seductor, o de, en el presente, las mezquinas obsesiones de los americanos cuando salen de viaje: acaparar visiones como acaparan el dinero, hollar el mito para relativizarlo como un país donde las cosas son más baratas. Y todo ello hay que articularlo según el catón de la comedia: un giro, otro giro, otro giro, y una pirueta final. Los giros de Allen son tan sencillos como ingeniosos, tan usuales como sabiamente reutilizados, y todo fluye con la naturalidad precisa, sin tedio y sin prisa, con ligera parsimonia, a la medida del momento que deseamos pasar, que anoche fue delicioso.
Porque cuando voy a ver una película de Woody Allen, por muy disparatada que sea la idea, o ya utilizada, lo que quiero es entrar en su mundo y escucharlo un rato, dejar que me diviertan sus imágenes y luego, con la misma levedad con que pasaron por delante de mí, esperar a que refloten y extiendan su verdadero, inteligente significado. Allen lleva muchos años sin esconder las cartas. Con el escorzo de la novia mientras mete las maletas en el coche queda resumida mucha estética contemporánea: el resto es hablar, pensar, soñar. Y no ser plasta.