Me miró con aquellos ojos biliosos flotando en el humor amarillo que ahora inundaba sus cuencas profundas. Trató de sonreírse y me regaló una mueca. De los extremos de sus labios agrietados escaparon dos hilos de espesa saliva en burbujas malolientes. Corrí a socorrerla, la limpié lo mejor que pude y besé su frente. Inconscientemente me apoyé en su pecho, de la turgencia de otros tiempos sólo quedaba una gelatina de pellejos que cubría los costados de su caja torácica.
Fue mi amante por más de una década. Ahora moría la muerte que ella misma había elegido. Ya no quedaban defensas fisiológicas en el guiñapo de su cuerpo, el SIDA las había devorado impunemente en el silencio interno de sus células.
Descolgué la guitarra y tanteé sus cuerdas para arrancarles aquella melodía que tantas veces compartimos a la luz de las velas en noches de verano. Ella trató de acompañarme como lo hacía entonces pero sus labios resecos y agrietados se negaron. Las notas de la guitarra persiguiendo mi voz trémula, en armonía con las lágrimas que me nublaban las gafas.
Seguí arañando las cuerdas después de que ella había escapado a mejor mundo. La mueca desapareció de su rostro y la sonrisa de otros tiempos se retrató en su semblante. Dejé de tocar y la besé en los labios. Monté la guitarra a mis espaldas y sin mirar atrás, me alejé por el pasillo cargando un manojo de memorias.
Marco Antonio Peña