El detalle del sostén


            Para felicitarle por el Año Nuevo de 1880, Turgueniev regaló a Flaubert un edición en tres volúmenes de Guerra y paz. A vuelta de correo, más o menos, Flaubert escribe: “Gracias por haberme hecho leer la novela de Tolstoi. Es de primer orden. ¡Qué pintor y qué psicólogo! Los dos primeros volúmenes son sublimes, pero el tercero decae horriblemente. Se repite y filosofa. En fin, se ve al señor, al autor, al ruso, mientras que hasta ahí sólo habíamos visto la naturaleza y la humanidad. Me parece que tiene a veces cosas a lo Shakespeare. He lanzado gritos de admiración durante su lectura... ¡y es larga! Sí, es extraordinaria, ¡muy fuerte!”
            Estas palabras son famosas por muchas razones. Entre los muchos que las han citado, si no recuerdo mal, se encuentra Javier Marías, a cuya novela Los enamoramientos cabría aplicarle las que más fortuna tuvieron, quizá por ser las más precisas, las más concentradas y las más reveladoras: “Se repite y filosofa”. En el caso de Tolstoi, al comentario de Flaubert habría que reprocharle puntillosidad y, sobre todo, el hecho de que Tolstoi, el ruso, sólo aparece cuando la novela se detiene, como invitándolo a que no lo escuchemos si no queremos, pero no se entromete en “la naturaleza y la humanidad”, en la pura novela. En el caso de Marías, habría que decir que la novela es una pura repetición, y que, en efecto, filosofa, es decir, hace frases abstractas para explicarlo casi todo, y que todo lo que no es filosofada y repetición, es decir, todo lo que es novela, no creo que alcance, pese a las 400 páginas del volumen, la extensión de la nouvelle de Balzac que se cita una y otra vez y que ha sido editada por Reino de Redonda al mismo tiempo que Los enamoramientos, y traducida por una de las destinatarias de la dedicatoria, Mercedes López-Ballesteros, desde mi punto de vista la que le contó lo del sostén.
            Es decir, Marías ha escrito una nouvelle sobre el tópico del dueño del secreto, y la ha inflado de Javier Marías. Ambas cosas pueden juzgarse por separado, porque la prosa de Marías no sirve de engrudo suficiente como para que la narración y la filosofada sean toda una. Es más, en este caso se ha dejado llevar por algunos vicios del apresuramiento como es el abuso de la anáfora, al estilo de la basta Almudena Grandes, cuando parece no haberse encontrado a la primera la frase definitiva. O de la corrección superficial, como es el uso abusivo del ‘a buen seguro’ o el de frases bimembres, o en general de un aspecto que fumiga cualquier sombra de naturaleza y humanidad como es que Marías, el autor, el señor, aparezca por todas partes y lo inunde todo hasta unos extremos casi ridículos.
            Marías no es muy de trabajarse al personaje, pero en sus anteriores novelas, en general, cuando los personajes hablan parecen ellos, no Marías. Bien es verdad que en todas sus novelas el protagonista y narrador es él, su voz, su prosa sinusoide, reticular, pero Cromer-Blake suena a Cromer-Blake, y Peter Russel e incluso Tupra, el espía sin escrúpulos de Tu rostro mañana, e incluso fantoches como Custardoy o el tontaina ese de la redecilla en el pelo que aparecía en su gran trilogía, al que Tupra amenazaba en el lavabo con un espadón. Incluso Clare Bayes o las muchas Luisas suenan a ellas, quizá porque el narrador es cuando ellas hablan un hombre que escucha, no que se escucha.
            Pero aquí Marías ha decidido incorporar un narrador femenino, nunca mejor dicho, porque jamás es una narradora. Por momentos me hacía gracia fabular sobre cuál de las dos destinatarias del libro, Carme López Mercader o Mercedes López-Ballesteros, es la que le ha contado esos detalles propios de mujer, como el asunto del sostén, que, dicho en boca de la narradora, parece como si esa misma mañana se lo hubieran contado al narrador.
            Tomar la voz de una mujer no es cualquier cosa. No consiste en saber de mujeres, porque entonces los psicoanalistas y los donjuanes las imitarían a la perfección, y ambos suelen demostrar que no las entienden en absoluto. Consiste más bien, supongo, en haberlas escuchado lo suficiente como para ponerse a pensar con ese mismo flujo verbal, que no es el resultado de su pensamiento sino el que lo determina. Al narrador entonces le da lo mismo qué hacen las mujeres con el sostén para estar más atractivas, porque dependerá de la mujer, de su voz, de su manera de contar, el que eso tenga o no tenga importancia. Es inútil buscar detalles femeninos en las heroínas de Pombo o en la de Ángel Vázquez. Son mujeres, y esa condición previa de su voz es la que va desgranando detalles mucho más femeninos en los que el narrador quizá nunca haya reparado. Cuando escuchamos a la Marcela del Quijote estamos escuchando a una mujer, no a Cervantes. Y lo mismo nos ocurre con Isidora Rufete. La escuchamos como la escuchaba Galdós, solo que él anotó lo que decía.
            Marías, definitivamente, no demuestra ser capaz de abandonar su voz para escribir con la voz de otro, con sostén o sin sostén. Es un recurso tan lícito como cualquier otro, pero hay que andarse con cuidado, porque más de una vez uno se imagina a Marías con la falda y el sostén de María, del mismo modo, por otra parte, que se lo imagina disfrazado de Ruibérriz o del propio Javier, que es quien más propio resulta cuando habla. Están muy bien esos giros del punto de vista (la narradora imagina lo que se imagina que habla un personaje con otro que no está, y cosas así), y es ahí donde la total uniformidad del estilo hace que en ocasiones no sólo el lector pierda de vista al que está hablando (o pensando, o conjeturando) sino que venga a dar lo mismo porque todos hablan igual y piensan de la misma manera y con las mismas frases.
            Todo esto, muy Marías, sería soportable si nos compensase con algún capítulo brillante. El clímax de la narración (lo que viene después es apaño, cierre forzado, hilatura), la escena del sostén, también es un ejemplo del gusto de Marías por lo inverosímil (aquel marido que se encontraba en Mañana en la batalla piensa en mí con su mujer en un coche sin que ella lo reconociera), por los personajes tiesos, abstractos, blanquecinos, pero nunca como en esta novela había echado tanto de menos una mínima ambientación que no se desprende de las machaconas conjeturas. Hay una escena al principio que vale por toda la novela. La narradora ve cómo Luisa da de comer a su hijo los últimos restos de helado que quedan en el vaso. Están en los veladores de un kiosko frente al Museo de Ciencias Naturales. Es la única vez en que he tenido la sensación de estar en un sitio y de escuchar una historia en boca de alguien que sabe mirar y describir, y también comprender y transmitir. La emoción contenida de ese principio es verdaderamente admirable, pero luego se esfuma, el ringorrango hipotáctico lo devora todo como si Marías hubiera dispuesto de una partitura mínima sobre la que dejaba llevar sus dedos sin el menor esfuerzo.
            Ni siquiera las, digamos, escenas graciosas, generalmente muy graciosas, tienen aquí ninguna gracia. Lo del Profesor Rico es patético, una sátira colegial, de compañones, no hay escena propiamente dicha, ni acción, ni momento, ni nada: solo peroraciones, soliloquios compartidos y frases poco naturales. Pero tampoco sus célebres ritornellos shakespearianos, esas rimas que van tejiendo a lo lejos la narración, eran en otras novelas tan repetitivos –tan gratuitos- como o son en esta, a excepción, quizá, del recurso a la nouvelle de Balzac, una obrita que tiene la extensión que debería haber tenido esta novela, y que apetece leer cuando se acabe el rollo. 
            Porque eso es lo peor, no el tratamiento sino las proporciones. El argumento no se va desgranando en la historia sino que, cada veinte o treinta páginas, avanza un pasito para dormirse otra vez en la suerte de la sintaxis y del manierismo marianista. La novela no nace de sí misma. Es un argumento previo de serie de televisión, sin verdadera grandeza dramática, quizá porque sólo está planteado y resuelto, pero no desarrollado. Y si hablamos de argumento es por no hacerlo de historia, porque la historia, lo que tenía que aportar la voz de la narradora, en realidad no es tal, se pierde en la artificiosidad deliberada de un escritor que lo ha fiado todo a su estilo, como si él mismo hubiera sido víctima de un enamoramiento (quizá con la que le contó lo del sostén) que le ha alterado el instinto autocrítico y el sentido del exceso y del pudor.