Sartoris era la primera novela de Yoknapatawpha, de 1929. Pensaba regresar a los últimos Cuentos reunidos que me faltaban por leer antes de la excursión, pero antes de salir de Jefferson para marcharme a las trincheras europeas he leído la última, The reivers, de 1962, con la que Faulkner, ya Nobel, ya célebre y a punto de morir, consiguió el premio Pulitzer. Tenía sesenta y cinco años.
La razón por la que me he ido tan lejos es que el mero orden cronológico lineal no es más que un orden, uno más, y no siempre el más lógico. Tanto Sartoris como The reivers comparten su condición de historia, de relato, y prescinden de cualquier forma de exceso que no esté dentro de los ritmos narrativos. Son excesivas en otros sentidos, pero no en el que podemos atribuir a novelas como Absalom, Absalom. Las dos son formalmente clásicas, y si trazamos círculos concéntricos a partir de ellas es posible llegar al centro del exceso, a lo más aparentemente difícil o poco habitual, escrito casi treinta años antes que esta novela.
En castellano, José Luis López Muñoz traduce el título como La escapada, y las justificaciones que aduce en la nota previa no me convencen lo más mínimo. En anteriores traducciones se la llamó Los rateros, pero dice el traductor, con razón, que no va exactamente de rateros. Sólo se roba un coche, un caballo y un diente de oro; se roba la virtud, el nombre, la decencia, las carreras; pero, a pesar de eso, no va exactamente de rateros. Lo que no entiendo es por qué no acudió a otras palabras menos inexactas que no sólo se acercan a lo que significa reiver y sino a la sustancia general de la novela. Yo la llamaría Los randas, por no llamarla Los bergantes, Los rufianes (en este caso, el título sólo hablaría de Boon Hogganbeck, el que mató al oso en Desciende, Moisés), Los granujas o, más sencillamente, Los pícaros, algo que tampoco habría estado nada mal, porque, si no una novela picaresca, sí es una narración, un relato picaresco.
Digo que no es una novela porque a mi modo de ver, desde aquí, desde ahora, desde esta manera no reverencial que tengo de leerlo, con la mitad del texto habría llegado a la espléndida tensión de sus relatos sin perder un gramo de humor ni ninguna de sus preferencias narrativas, empezando por esos diálogos que más bien son chácharas que circulan como el aire, parándose, avanzando, remansadas en situaciones intrascendentes o en una breve corriente dramática que las lleva por los dormitorios. Aun con todo, creo que la historia, la anécdota, está un poco sobreexplotada, y ese alargamiento no innecesario pero sí prescindible creo que se debe a la voz narrativa. Faulkner escogió a uno de sus narradores de siempre, un muchacho de once años que representa, y así se sugiere al principio, a un cruce de los Compson con los McCaslin, es decir, a uno de esos hijos de Huckleberry que Faulkner adoptó y con cuya voz escribió páginas de bronce. En este caso no habla el chico, sino el chico cuando tiene… 62 años. Y esa diferencia de edad es la responsable del –seguramente deliberado– exceso que inflama una narración hasta convertirla en novela. Es como si, en vez de barajar dos narraciones para escribir Palmeras salvajes, hubiera escogido una sola, la del viejo, por ejemplo (que viene íntegra en The portable Faulkner), y la hubiera estirado minuciosamente, a veces con chácharas y otras con alardes de precisión, de verosimilitud, esa manera de nombrar los objetos y describir los espacios que es lo que yo más disfruto de Faulkner, ese ir sobrado que hace de la escritura un bajo continuo sobre el que el artista va improvisando tranquilamente. Vemos a Faulkner divertirse con sus reescrituras y sus remolinos narrativos y sus siestas en la suerte, pero la novela, definitivamente, es un traje demasiado grande, demasiado arrugado para el cuerpo de la historia.
En otra bernardina cuento la historia de Los randas, pero no quisiera perder de vista el año, la fecha, la cifra. En 1962 se publicó en España Tiempo de silencio, y cinco años después Faulkner ampliaría, con su imitador Benet, el territorio de Yoknatapatawpha a la provincia de León. Es decir, cuando el Faulkner de 65 años reúne a sus viejos amigos, los que quedaban vivos, de su mítico condado, y les cuenta una historia como cuentan los viejos las historias, alargándolas innecesariamente, conscientes de que no merece la pena el tiempo, ni siquiera la anécdota, y que lo que se recuerda es el estar escuchándola y lo que se vive es el estar contándola; cuando Faulkner renuncia a cualquier forma de extravagancia narrativa que no hubiese aprobado el mismísimo Mark Twain, en esa paz que da volver a lo inmutable, a lo clásico, entonces en España se empezaba a leer a Faulkner, a no entenderlo y a llenar las novelas de rollos macabeos con aspecto de historias graves. Es curioso que ninguno de sus imitadores fuera especialmente bueno en el arte de la narración, el relato, la novella. Y aun así no cejaron en el empeño.