(Bett ilust.)
HORA PERDIDA
(27 de marzo de 2011)
Cuenta la historia que en la Ciudad de las Horas Perdidas desde el amanecer pululan por las aceras de sus amplias avenidas –cavilosos, abstraídos– físicos y astrónomos solitarios, y que de vez en cuando se paran y forman grupos de tres, cinco y hasta de siete sabios; entonces, todos disertan metódicamente y por riguroso turno sobre El Tiempo, sobre su inmanencia estática, sobre la dificultad para pensar su esencia, para atrapar sus átomos… y tanta pasión les despierta el escurridizo tema que no se dispersan hasta ya bien entrado el día, cuando el hambre les apremia…
Cuenta la historia que en la Ciudad de las Horas Perdidas desde el amanecer pululan por las aceras de sus amplias avenidas –cavilosos, abstraídos– físicos y astrónomos solitarios, y que de vez en cuando se paran y forman grupos de tres, cinco y hasta de siete sabios; entonces, todos disertan metódicamente y por riguroso turno sobre El Tiempo, sobre su inmanencia estática, sobre la dificultad para pensar su esencia, para atrapar sus átomos… y tanta pasión les despierta el escurridizo tema que no se dispersan hasta ya bien entrado el día, cuando el hambre les apremia…
Un poco más allá, en el fondo de los portales de las grandes casas, se oyen ruidos de máquinas y extraños engranajes que amortiguan exclamaciones y algunos juramentos. De toda época y procedencia se ve a los relojeros bregar con sus máquinas, midiendo azacanados cuál mide con más precisión “lo intangible”. El italiano Dondi, el alemán Henlein, Huygens el holandés o el francés Berthoud… se afanan incansables sobre sus fabulosos inventos. Un sordo y acompasado tic-tac de cientos de máquinas llega hasta la calle, la llena y continúa repitiéndose mucho tiempo después bajo el eco de las clepsidras junto al molino del río.
Como si fuera una réplica de la fabulosa Babilonia, tiene la Ciudad de las Horas Perdidas hermosos jardines en las azoteas. En la más alta terraza se ve a Einstein, placidamente recostado bajo la sombra del cerezo: escucha a Platón y a San Agustín discursear sobre La Eternidad. Al fondo, bajo los magnolios y la atenta mirada de Epicuro, Nietzsche y Schopenhauer trazan alfas y omegas sobre la arena; junto a la guirnalda de jacintos, Borges sonríe mientras se guarda disimuladamente el Aleph en el bolsillo
Dicen los que no la han conocido, que en la Ciudad de las Horas Perdidas nadie lleva la cuenta de las horas que faltan; ¿cómo, si todas se han olvidado y no se las puede encontrar? Sin embargo, el más viejo del lugar, el que todo lo recuerda, tras largos años y mucha paciencia ha conseguido, aplicándose con esmero, encontrarlas y ordenarlas todas...
Y ahora, entre las baldas y los anaqueles, perfectamente colocadas y clasificadas, el usuario puede encontrar lo mejor y más moderno en: horas punta, horas tontas, altas horas, horas supremas, horas muertas, horas bajas, horas santas, horas lúcidas, horas de visita, horas de la siesta, horas solares, horas nocturnas, horas de comer y cenar, un pack completo de horas extraordinarias, horas de oficina o, incluso, horas de atención al público.
El anciano guarda como un tesoro dos magníficos incunables, “Libros de Horas”, exentos de préstamo por supuesto; presta sin embargo gustoso a todo aquel que se lo pide la amplia colección de: entre horas, a primera hora, a última hora, hora de la verdad, a buenas horas mangas verdes, ahora, hacer horas, hora fatal, en mala hora, enhorabuena, pedir hora, poner a hora, a todas horas, ya era hora, hora de la venganza, hora del juicio final, no ver la hora, dar la hora, tener las horas contadas, de buena hora… kilómetros por hora, hora y pico, medio cuarto de hora…
Pero terminemos con la historia, porque en la Ciudad de las Horas Perdidas también se pone el sol… y cuentan además que cuando ya el Tiempo y sus habitantes se apresuran a cerrar puertas y ventanas para zambullirse en los suaves edredones, se escucha sobre la ciudad un tierno susurro antes de apagar la última luz: Para el reloj, amor, que no se nos quede corta la noche…