Aún no había visto True grit, el western de los Coen que arrasó en las taquillas norteamericanas y pasó sin pena ni gloria en los penosos y gloriosos Oscar. Sí vi El discurso del rey, un telefilme sobredimensionado, un docudrama social sobre cómo vencer las discapacidades, con actuaciones que no valen por su hondura o su versatilidad sino porque hay uno que hace bien de tartamudo.
Lo peor de aquella película (salvada por esa factura teatral tan británica) era, por lo que a mí respecta, que no confiaba en la ficción. No me canso de repetirlo: estoy harto de esa obsesión estúpida por la verdá. Creo que socapa de una infección periodística se ha colado en la literatura de ficción una turba de incapacitados para imaginar que sin embargo habrían hecho una buena tesis doctoral o un buen libro de reportajes, pero que no tienen talento para la ficción. Siempre han sido muchos más los que eran capaces de investigar un asunto histórico que de inventarse una historia. Las historias, las buenas historias, son difíciles, siempre lo han sido, con el agravante de que cada nueva buena historia no amplía la posibilidad de imaginar otras sino que en cierto modo la reduce. Si alguien no quiere copiar nada de la Odisea y quiere escribir una buena novela de aventuras, va a tener que exprimirse el cerebro, o tener –más bien– una buena temporada de inspiración genuina y casi permanente. Porque la ficción trabaja para crear mitos estables, amén de para entretener. Es decir, trabaja para construir mentiras que sean capaces de explicar la verdad. Yo no me identifico con Baroja sino con sus personajes falsos. Manuel Murguía es un amigo mío que a veces pienso si no he sido yo también, pero su creador es un señor que se estudia en los manuales y cuyo rastro se sigue por un fetichismo que a veces desrealiza la verdad, hasta el punto de que si algo me atrae de Baroja es que él mismo acabó convertido en uno de sus personajes. En un ente de ficción. En un mito.
Por eso nacieron los géneros, porque imaginar es difícil. Exijo mucho a la ficción (en los libros y en el cine) porque conozco su dificultad, la he visto. Otra cosa es que no haya podido escalar hasta ella, que me pase la vida mirándola desde el principio, y así llevo las cervicales. Pero es difícil porque narrar también es más fácil que imaginar, aunque infinitamente más difícil que redactar. Espléndidos narradores sin imaginación se han agarrado a unos arquetipos que sabían manejar con destreza, y que les permitían, en el transcurso de su artesana imitación, lograr brotes de belleza nueva, tersa, original. Otras veces el género es pábulo del virtuosismo, y se sustituye entonces la imaginación por la interpretación de un mito compartido, o su parodia.
El caso del western es doblemente paradigmático. Por una parte se ha construido sobre una torre de ladrillos delgados y flexibles, de pulp fiction acostumbrada a barajar unos cuantos mitos y combinarlos adecuadamente. El consumidor del género no quiere un western ex nihilo, impermeable a los tópicos, porque son esos tópicos los que amueblan su imaginación de espectador. Dentro de ellos, sin embargo, exige una buena historia. En pocos géneros es tan alta esa exigencia, y esa es la razón de que los aires épicos le sienten tan bien. En la novela detectivesca, por ejemplo, no hay necesidad de una buena historia sino de una deducción interesante. Resolver un crimen es una plantilla donde no suelen caber los paisajes de la épica. Habría que dedicarle, no obstante, una bernardina a Gambito de caballo para hablar de todo esto.
Luego podremos hablar de subgéneros: western clásico, crepuscular, posmoderno, espagueti, y en todos ellos, y me gustan todos, busco aquello que pueda ser llamado ficción, no solo tópicos de un arquetipo. Tendría que mirarlo en el libro de Fernández–Santos (aunque, como decía Umbral, no voy a levantarme ahora), pero, por el poco cine que yo he visto, creo que la genealogía se puede resumir así. El western clásico fue un manantial de buenas historias que allá por los sesenta y setenta sufrió una degeneración aparente que sin embargo fue su garantía de continuidad. Me refiero a que, frente a westerns cool como Billy the Kid, posmodernos en tanto que daban el género por revisitable, es decir, por acabado, los spaghetti supieron mantener una esencia valiosísima: la posibilidad de seguir imaginando cosas y no solo parodiar u homenajear imaginaciones ajenas. Y así hay películas como La balada de Cable Hogue que es como los cantes de ida y vuelta: un western clásico que se fue a Europa, comió espaguetis y volvió con el lirismo renovado. Así que, cuando se habla de Sin perdón como western crepuscular, tengo la sensación de que era una forma de regresar a Peckinpack como si Peckinpack nunca hubiera comido espaguetis.
Los Coen, en esta línea, han vuelto a darse un atracón de pasta, pero pasta pulp, no italiana. Tarantino sí dicen que prepara un spaghetti no crepuscular y lo que iremos a ver será exactamente eso, no una meditación lírica ni algo tan ancho y profundo como Warlock, de la que, por cierto, no sé si se ha hecho versión en cine. En True Grit había una buena historia (ajena), un gran personaje y todo un mito de la cultura popular americana. Con estos mimbres (ajenos) los Coen han pintado una película con siluetas de cómic, con hiperrealismo cómico, han dado brillantes versiones de tópicos de toda la vida (las serpientes en el cadáver, la broma de lo poco que pesan los huesos), o de algo que yo ya empiezo a llamar el efecto Simpson, los cameos de clásicos de la literatura. Digo el efecto Simpson porque últimamente, cada vez que hablo en clase por primera vez de Poe, de Stevenson, de Melville o de Mark Twain, es inevitable que más de un alumno diga: “Ah, sí, eso sale en los Simpsons”. En True grit sale el cuervo que le come las mejillas al cadáver de Arthur Gondon Pym y el territorio donde van a buscar al malo es de la nación choktaw, de la que hablé aquí hace unos días a propósito de Ikkemotubbe, o sea Faulkner. Y eso por no hablar de Jeff Bridges, que cuando habla parece a veces una canción de Bob Dylan, o de esa justa medieval en que convierten un tiroteo. Es decir, hay una galería de ilustres tópicos de la cultura popular, como hacen siempre los Coen. Algo muy 90, por otra parte, así como la cháchara interminable, afilada, con divertidas subidas y bajadas de registro (los americanos no creen en esa estupidez de que en las películas hay que hablar como si fuese verdad). En un western debe haber una proporción bastante considerable de frases lapidarias. En los páramos del mito no se dice pues yo es que.
También es marca de la casa Coen el no dejarse llevar por el sentimentalismo. Recordaré de esta película esa última cabalgada de Jeff Bridges echando el bofe, convirtiendo en grandeza épica cualquier forma de emoción blandengue. Ese caballo, Negrito (buena, faulkneriana broma la del mozo de cuadra, también negrito), está por encima de todos los furias que en el mundo han sido, y en su condición, otra vez, hiperrealista (“reventó el caballo”, leíamos en Marcial Lafuente Estefanía), sabe crear una atmósfera emotiva y espectral, cercana y alejada, esto es, emocionante y puramente estética, exenta. En todos los personajes hay este toque tétrico que nos impide simpatizar con ellos de inmediato. Serán sus hechos los que nos convenzan, pero no hasta el punto de ser lo que no son, seres difíciles, incómodos, escasamente amables.