Hasta ahora, el tópico editorial que más detestaba era el del dazzling achievement, el logro deslumbrante, algo que, al menos en las solapas de los libros ingleses, se dice de la inmensa mayoría de las novelas que escriben casi todos los autores. Luego los abres y resulta que es el mismo mar de todos los veranos, pero al menos es un piropo tan excesivo como bienintencionado: cómprelo porque es muy bueno, que es lo que han dicho todos los vendedores de crecepelo decentes que en el mundo han sido.
Pero hay otras variantes más arteras, sobre todo en España, y principalmente cuando se consideran a sí mismos por encima del vulgo. La editorial Alfaguara, en estas mendacidades editoriales, se lleva la palma. Es capaz de publicitar a un autor que subraya la influencia de García Márquez sobre su obra, lo cual se repite en todas las entrevistas y se consigna, también, en la solapa. Cómo cambian los tiempos. Hace veinte años, Luis Landero estuvo a punto de jugarse su carrera porque cuando publicó Caballeros de fortuna, su segunda novela, los críticos detectaron el fraseo de GGM, que en ocasiones más parece soniquete, y lo pusieron a parir. El propio Landero tuvo que defenderse diciendo que García Márquez, en cuestiones de narrativa, había “colonizado nuestra lengua”, tal y como antes hicieran Rubén Darío o el flamboyant de Neruda, aparatoso, autocomplaciente y superficial. Aunque hubo casos peores: Antón Castro lo imitó de mala manera en su primer libro de cuentos y ya no ha vuelto a comerse una rosca, aunque, en compensación, ha logrado vivir de la literatura, lo cual es muy de admirar.
Alfaguara no solo vende con marchamo de calidad a un autor porque imita a otro, algo que hace bien pocos años les habría parecido escandaloso hasta a la siempre renovada gauche divine, sino que tampoco se recata en exprimir el filón de las novelas tremendistas. Hasta hace cuatro días se mofaban sin tapujos del tremendismo hispano pero en las novelas que publicaban solían incluir, en letras grandes, que el autor reflexiona sobre la violencia. Mentira. Caí en el error de meter las narices en alguna de esas novelas y aquello era literatura gore sin más, escenas banales a la espera de una ensalada de violaciones y de tiros que encima, y esto era lo peor, ni siquiera tenían gracia, como sucede en el cine con Tarantino, sino que solo servían para un regodeo malsano de quien es aficionado a los géneros marginales, patibularios, al tipo de literatura que lee la gente de impulsos bestiales. Todo esto se rodeaba de cierto palabrerío vacuo, fofo, nerudiano, que es lo que se supone que quiere decir para ellos la palabra reflexión.
Pero aún hay un tercer tópico que he oído decir a escritores malos de todo pelaje y en el que también ha incurrido la propia Alfaguara con su política de las letrajas grandes, de los libros inflados, aparentemente gruesos, cuando en general son novelas cortas, o por lo menos las novelas de doscientas páginas de toda la vida. Es el tópico del autor que hace llegar su obra a un abanico más amplio de lectores. Qué desfachatez. Como si los lectores fuesen tontos. Es como decirles: “yo, señores, escribo una literatura demasiado exquisita para sus hocicos, de modo que voy a descender a los arrabales de lodo en el que chapotea su imaginación para darles medio kilo de sangre fácil, que mezclada con papel de arroz y envuelta en intestinos gruesos forma la clase de comida que sus paladares primarios están dispuestos a gozar”. Eso, peor dicho, se lo he oído decir a escritores tan ínfimos como Sánchez Dragó (bueno, este pollo llegó a decir que en una novela suya incluía una dieta de adelgazamiento, a ver si picaban las gordas, que leen mucho) o a héroes de la liga regional como Javier Delgado, de quien en cierta ocasión leí un lastimero artículo donde decía que su editorial, Lumen, había cerrado, y que él estaba dispuesto a olvidarse de los grandes (Joyce, Céline) para ampliar su lectorado. Lumen sigue viva y coleando (eso sí, edita las novelas con un papel indigno, transparente y como reciclado), y lo mejor de Joyce sigue siendo aquello que todo el mundo entiende. De Javier Delgado ya no sé lo que habrá sido, igual tiene “más de diez mil lectores”, que es, creo recordar, lo que él quería.
Pues bien: los tres tópicos, el de imitar conscientemente a otro autor, el de dirigirse a un público más amplio y el de ofrecerle buenas dosis de sesos pegados a la pared, los he visto utilizados esta mañana en la publicidad del último Premio Alfaguara, Juan Gabriel Vásquez. Los tres estaban, no obstante, bien forrados de artículos muy elogiosos y comparaciones que no se paraban en barras, desde Conrad, el autor a quien se dice que imita, a “un aviador de aire faulkneriano”, amén de una entrevista de la que emerge un autor joven y conspicuo que se aparta de la vulgaridad reinante.
Esa publicidad bastaba hasta ahora porque se quedaba en el papel, pero ahora, con muy buen criterio (o malo, según se mire), El País ha colgado en la red los tres primeros folios de la novela. No ha colgado las páginas 273-276 con algún párrafo especialmente brillante, una página que intrigue o que fluya desatada o que contenga una escena de camas manchadas de sangre. No: se ha puesto el principio, las primeras líneas, la declaración de intenciones, el despegue, que, junto con el final, suele ser lo que más desnudo deja al autor porque tiene demasiadas obligaciones que mediada la novela ya se dan por satisfechas o todavía son muy prematuras. De tres páginas cualesquiera sólo se puede llegar a la conclusión de si un novelista escribe bien o mal, pero no de si ha escrito una buena o mala novela. Del principio, en cambio…; si el principio no se sostiene…, si se le ve el plumero…
En este caso tengo que decir que las diez primeras líneas (basadas en un hecho real de los periódicos) son de notoria brillantez. Me refiero concretamente a las primeras doce líneas, de tono claramente garciamarquesco. El autor recrea la noticia de la matanza (eso lo primero) de un hipopótamo que había huido del zoológico privado del célebre narco Escobar. Lo hace con la imprescindible abundancia de casquería y la cosa promete siempre y cuando sepa qué hacer con esa anécdota. Pero en la línea duodécima, tiesa como un palo, eliminando cualquier atisbo de curiosidad, aparece, impertérrita, la palabra YO.
Y todo se viene abajo. El hipopótamo se esfuma y empieza el manoseado principio del autor/narrador que se encuentra con alguien que conoció hace muchos años, y, ya sin músicas garciamarquescas, más bien con la monotonía de quien echa una pellada de mortero corriente a los periódicos sobre los que va a construir su historia, el autor desgrana unos cuantos tópicos que me temo yo que dan idea de lo que viene después. Verbi gratia:
Lo había conocido a finales del año…
Es posible que la novela, el resto de la novela, sea una impresionante obra de arte. El otro día leí que la última novela de Baricco empieza muy deslavazada pero al final tiene sentido que el principio sea tan malo y por eso el conjunto es bueno. Yo no terminé de entenderlo del todo: acabaremos leyendo que hay que comprar una novela porque está mal escrita, porque empieza con un castillo de tópicos artificiales o porque termina como el rosario de la aurora. Hasta que eso llegue, creo que el departamento de márketin de la editorial Alfaguara debería replantearse sus estrategias comerciales.
Y eso que todavía no he contado lo más gracioso. La historia del hipopótamo, como decía, se acaba en las primeras líneas, antes de que aparezca el tedioso Yo con todas sus vulgares convenciones. Es una anécdota, un florero que se ha puesto al principio para impresionar y tapar de paso con algo llamativo el verdadero principio, las primeras líneas de la historia. Como recurso está bien y García Márquez lo emplea a menudo (salvo que él ya no baja un milímetro la brillantez, a veces con empalago, hasta que acaba la novela), pero resulta que el dichoso hipopótamo se ha convertido en el centro de todas las entrevistas, de todas las reseñas y de la mayoría de los artículos, de modo que el lector puede pensar que va a leer un safari sangriento periodístico como el de Vargas Llosa, o que es como la segunda parte de ese libro, más bien su secuela, un nuevo ejemplar del género bestias salvajes descuartizadas y traficantes a balazos con realismo periodístico. A ver si cuela.
Lo previsible no es lo que va a pasar sino cómo nos lo van a contar, todo amontonado, sin ritmo propio, sin voz propia, como un patch-work de cosas que se supone que funcionan en las estanterías de los aeropuertos, y la verdad es que todo eso se lo habría ahorrado la editorial si hubiera esperado a que los lectores pirateasen el libro entero. Así las cosas, me temo que con las tres primeras páginas algunos vamos a tener bastante. Quizás haya sido un error de la editorial, pero esto es lo que viene y me parece muy bien: que el lector pueda catar las obras como cata los productos del supermercado. Eso sí, lo de poner el principio, ese principio, dice bastante poco de los lectores profesionales de la editorial. Si eso les parece bueno es que no han entendido nada.