Hace ya dos días que en Zaragoza vivimos sumergidos en una niebla espesa como el puré de patatas. De esas que si te dispones a cruzar el Ebro a pie, no ves la orilla de enfrente y tienes la impresión de que antes de que alcances la mitad del puente, la bruma ya te habrá engullido para no soltarte jamás o para transportarte a algún mundo paralelo al estilo de Narnia, aunque sin necesidad de meterte en un armario ropero (que en la edad adulta resulta muy incómodo y da calor). No niego que tiene su belleza contemplar cómo al otro lado del río, las torres del Pilar pugnan por perfilarse entre la niebla que las aplasta. O eso de asomarse a la ventana y ver las casas de enfrente difuminadas por una lámina brumosa que las rejuvenece y embellece, como a las viejas glorias del cine cuando las fotografiaban con filtros en la era pre-photoshop. O dejarse envolver por la humedad que amortigua los sonidos y hace pensar en aquellas vetustas películas inglesas que se desarrollaban en un Londres misterioso y sumido en la niebla, y en las que siempre había algún anciano cascarrabias que salía de casa, miraba a su alrededor y murmuraba: “Maldito puré de guisantes” justo antes de que el malvado de turno le hincara el cuchillo entre las costillas.
Pero romanticismos aparte, a mí este puré de guisantes se me hace muy pesado. Sobre todo cuando dura varios días. Me da sueño, me pone dolor de cabeza y me reblandece las ideas además del cabello, que se vuelve ingobernable y adopta formas de lo más caprichosas. Por el bien de nuestros peinados, ¡que salga pronto el sol, por favor!