(9 de enero de 2011)
Como cada domingo, aunque llueve desde el amanecer, una luz cenicienta lleva ya minutos incontables colándose por las rendijas de la persiana. La casa respira pausadamente, al fondo del pasillo incluso la quietud es más lenta, como si temiera deshacer aquel baile translúcido del polvo suspendido y romper la perfecta claridad oblicua que cruza –de esquina a esquina– la habitación en penumbras.
Tumbada de lado, en la cama, siguiendo el camino de la luz sobre la pared, la mujer imagina que no está tan sola, que está con la lluvia y con el sol de invierno. Suspira. Se vuelve despacio. Da la espalda ahora al balcón y se estremece al sentir esa parte de la cama, en la que apenas ha dormido este último año, más fría y ancha de lo que recordaba.
Desde que el marido falta, no tiene prisa doña Pilar por levantarse los domingos. Ya no vigila en la cocina el chocolate al fuego, ni pone con mimo las dos tazas, las dos cucharillas, sobre el mantel de las mañanas de fiesta. Ya no espera oír su llave cantarina abriendo la puerta de la calle, ni que sus manos traigan, envuelto en papel de estraza, el olor de la churrería de la esquina que impregnará el piso entero.
–Si la nostalgia tiene un nombre, debería llamarse navidad, dice la anciana en voz alta mientras con fatiga se vuelve de nuevo y se queda, esta vez de frente, mirando al techo: –Debería mandar pintar, quitar esta escayola antigua y esta lámpara vieja también… debería… de pronto calla. Hay en todo aquel silencio, tan sólo enmarcado por la lluvia, algo de plenitud conmovedora. No se escuchan hoy las carreras de los niños del piso de arriba; tampoco se oyen los portazos y las risas. Quizás –piensa– les han vencido las emociones del día de Reyes, quizás estén también en la cama, tan quietos como ella, pero dormidos, profundamente dormidos, sin ese desvelar que traen los años a la vida… A la señora Pilar, que esta mañana se ha despertado con el alma más alerta, le parece que tardan más que nunca en despertarse, que todo el edificio parece como enfermo sin sus voces. Y es que desde que el marido falta, sólo “ellos”, ahora, le hacen tener prisa por levantarse los domingos.
Aguarda bajo la colcha, quietud silenciosa, hasta que oye –por fin– los primeros ruidos: pequeños piececillos corriendo por los pasillos, quejas por el agua caliente de la ducha, risas llamando a la madre, jugando con el padre… reclamando el desayuno…
Harina de trigo, sal y agua cociendo... la señora Pilar fríe la masa en el aceite hirviendo, espolvorea los churros en azúcar, los coloca en la fuente de cristal. No hay tiempo que perder mientras los aromas a dulce y a recuerdo envuelven de nuevo el piso entero.
Continúa lloviendo fuera, pero el sol ha conseguido teñir de naranja los tejados de la ciudad. En la escalera se oye el chasquido suave del interruptor de la luz en el rellano de la señora Pilar. El ascensor vibra unos segundos al detenerse en los vecinos del piso de arriba… como cada domingo.