9 de la noche, 25 de enero, 2011
Entra un señor a un bar de barrio. El dueño, desde dentro de la barra, pone cara de alegría al verlo; los tres clientes que se apoyan en ella, de sorpresa. No lo han visto por el bar desde que el día 2 de enero empezara a cumplirse la ley antifumadores en España.
Se acerca al mostrador y le pide una información al dueño, que no viene a cuento. El recién llegado echa un vistazo rápido a su alrededor mientras recuerda aquellas veladas preñadas de creatividad comunitaria, fuese compartida o en solitario, que añora ya no sabe si volverán.
Las mesas que hay en el fondo están todas vacías. Además, es seguro que piensa que ha estado toda la vida gastando una buena parte de su dinero en bares y restaurantes por ser unos de los sitios donde más a gusto se encontraba. Ahora ya ¿para qué?
Aunque no se sintiera muy mal recibido en ellos, que dependería de si los ocupaban uno o cuatro antifumadores recalcitrantes, ya no estaría a gusto.
Si fuma, bebe y habla. Si habla, bebe y fuma. Si ha de pasar sin fumar, también puede hacerlo de beber, y entonces, de puro cabreo, por la imposición, ni hablaría.
El dueño, que sabe de su disgusto y de su lucha abierta contra la confinación de los fumadores en la puta calle, le pregunta con sonrisa cameladora:
-¿Una copita, señor?
El señor responde:
-¿Ya se puede fumar en este bar? Y si fumara ¿qué pasaría? ¿alguien de aquí me iba a denunciar?
A lo que el dueño contesta:
-Mire, yo ahora me sentaré en una mesa del fondo a echarme un cigarro porque ya ve cómo llevo la garganta, hecha polvo. Y no es de fumar precisamente, sino de hacerlo en la calle. Así que, si quiere, usted mismo.
Los tres de la barra miran estupefactos, y no sabe si son de los buenos o de los malos.
El señor le advierte:
-Si llamas a la policía no me importaría echarme un cigarro, así te curas en salud. Aunque si no tuvieses teléfono, nadie te podría echar en cara el no haberla llamado.
-Es verdad. Yo no tengo por qué tener un aparato de esos -dice el dueño.
Pero no la llama y sí que tiene teléfono.
El señor dice algo que sólo el dueño escucha. Decide pedir media copa, seguro que en pago a la información que ha venido a buscar.
El dueño comienza a ponerle una entera y el señor lo frena. Lo de que "se va ya para casa" parece una excusa por pedir tan poco, pero será verdad. ¿Qué va a hacer en la puerta a 2º bajo cero? Sin embargo dice que se lo tomará afuera, intercalando aire puro con caladas de cigarro. Y coge dirección hacia la calle.
Antes de pisarla, a través del cristal de la puerta, ven llegar a otro viejo cliente con un pitillo encendido. El señor, de repente, se encuentra con la mano del dueño sobre su hombro frenándolo, que ha salido de la barra corriendo. Abre él mismo la puerta y le dice al que llega que no tire el pitillo, que pase.
El recién llegado, con un pie ya adentro y la pava en la mano, la mira y nos mira como si estuviese cometiendo el mayor pecado.
El dueño cierra con llave por dentro. Exclama:
-¡No se ha jodido...! ¡Vamos a fumar, que ésta es mi casa, ya no es un lugar público, está cerrado, así que entrará quien yo quiera!
Nos refugiamos arrimados a la barra cerca de la puerta, saca ceniceros y un paquete de tabaco para invitar mientras dice:
-Éste es el cigarro que mejor me va a sentar en todo lo que va de mes.
Comienza la alegría. Los que no se sabía si eran buenos o malos se unen a los otros tres, sacan tabaco y todos, jocosos, empiezan a despotricar aportando datos y más datos en contra de esa ley que, por absurda, resulta castrante.
Van apareciendo uno y otro y otro de los habituales. Sólo tres de ellos, los tres fumadores, a los tres se les da paso. Conforme entran, después de alucinar, sacan su tabaco y se unen a la juerga.
Se asoma a la cristalera, con no se sabe qué intención, un señor mayor de pelo cano. El dueño pone cara de preocupado, será por la pinta de exfumador, pero manda que le abran. El canoso se asoma, se le ve olfatear esperando que no sea un sabueso, pero se siente invitado al escuchar de detrás de la barra:
-Pase, pase si quiere. Es que estamos fumando.
Entra sin saludar a nadie, recorre el local de una punta a la otra y, sin pararse, de la otra a la primera, y se va como ha llegado. Se supone que no ha encontrado a quien buscase.
Nadie le da importancia, hay demasiada alegría entre los contertulios, están en la gloria.
El señor que ha provocado a la revuelta se pide otra copa, esta vez entera, para celebrar. Seguro que también, como al dueño, además de los pitillos que lleva consumidos en media hora, es la que mejor le sienta en todo un mes.
Se le abre la puerta a otro señor. Entra, saluda, se sienta él solo al final de la barra, saca su tabaco de liar como si nada, se pide una caña, se fuma un cigarrito, paga y se va.
A los dos minutos vuelve a llamar, se le da paso, se acerca a la barra y pide disculpas al dueño por haberse fumado un cigarro sin darse cuenta de que lo estaba haciendo en un bar. Que no se ha percatado de ello hasta la última calada y, una vez en la calle, ha decidido regresar a dar la cara. El personal ríe invitándole a fumarse otro. Es cuando se hace consciente de que huele a libertad, de que no ha sido consciente de haber recuperado su libertad por unos minutos. Y, mirando al techo antes que al dueño, mientras coge un cigarro de cajetilla, se pregunta y pregunta sin hablar, por cuánto tiempo podrá mantener esa sensación... y pide otra caña. De respuesta, recibe una sonrisa.
El que venía sólo a preguntar, da el último sorbo a su copa y pide la cuenta. Satisfecho, dice que tenía dos, y paga dos.
Pocas veces en sus vidas han sentido tanta satisfacción. Se saben transgresores, quizá iniciadores de una pequeña revolución. ¿Quién no llamaría felicidad a esa sensación? Un día para no olvidar jamás. Una rebelión a cara descubierta: los cristales transparentes evitan la clandestinidad.
Esto no es una fantasía. Yo, Valtueña, estoy aquí.
En uno, es posible que de los muchos innombrables bares de Zaragoza, he encontrado mi sitio.
No sé, igual es porque hacía mucho que no iba de bares.
Entra un señor a un bar de barrio. El dueño, desde dentro de la barra, pone cara de alegría al verlo; los tres clientes que se apoyan en ella, de sorpresa. No lo han visto por el bar desde que el día 2 de enero empezara a cumplirse la ley antifumadores en España.
Se acerca al mostrador y le pide una información al dueño, que no viene a cuento. El recién llegado echa un vistazo rápido a su alrededor mientras recuerda aquellas veladas preñadas de creatividad comunitaria, fuese compartida o en solitario, que añora ya no sabe si volverán.
Las mesas que hay en el fondo están todas vacías. Además, es seguro que piensa que ha estado toda la vida gastando una buena parte de su dinero en bares y restaurantes por ser unos de los sitios donde más a gusto se encontraba. Ahora ya ¿para qué?
Aunque no se sintiera muy mal recibido en ellos, que dependería de si los ocupaban uno o cuatro antifumadores recalcitrantes, ya no estaría a gusto.
Si fuma, bebe y habla. Si habla, bebe y fuma. Si ha de pasar sin fumar, también puede hacerlo de beber, y entonces, de puro cabreo, por la imposición, ni hablaría.
El dueño, que sabe de su disgusto y de su lucha abierta contra la confinación de los fumadores en la puta calle, le pregunta con sonrisa cameladora:
-¿Una copita, señor?
El señor responde:
-¿Ya se puede fumar en este bar? Y si fumara ¿qué pasaría? ¿alguien de aquí me iba a denunciar?
A lo que el dueño contesta:
-Mire, yo ahora me sentaré en una mesa del fondo a echarme un cigarro porque ya ve cómo llevo la garganta, hecha polvo. Y no es de fumar precisamente, sino de hacerlo en la calle. Así que, si quiere, usted mismo.
Los tres de la barra miran estupefactos, y no sabe si son de los buenos o de los malos.
El señor le advierte:
-Si llamas a la policía no me importaría echarme un cigarro, así te curas en salud. Aunque si no tuvieses teléfono, nadie te podría echar en cara el no haberla llamado.
-Es verdad. Yo no tengo por qué tener un aparato de esos -dice el dueño.
Pero no la llama y sí que tiene teléfono.
El señor dice algo que sólo el dueño escucha. Decide pedir media copa, seguro que en pago a la información que ha venido a buscar.
El dueño comienza a ponerle una entera y el señor lo frena. Lo de que "se va ya para casa" parece una excusa por pedir tan poco, pero será verdad. ¿Qué va a hacer en la puerta a 2º bajo cero? Sin embargo dice que se lo tomará afuera, intercalando aire puro con caladas de cigarro. Y coge dirección hacia la calle.
Antes de pisarla, a través del cristal de la puerta, ven llegar a otro viejo cliente con un pitillo encendido. El señor, de repente, se encuentra con la mano del dueño sobre su hombro frenándolo, que ha salido de la barra corriendo. Abre él mismo la puerta y le dice al que llega que no tire el pitillo, que pase.
El recién llegado, con un pie ya adentro y la pava en la mano, la mira y nos mira como si estuviese cometiendo el mayor pecado.
El dueño cierra con llave por dentro. Exclama:
-¡No se ha jodido...! ¡Vamos a fumar, que ésta es mi casa, ya no es un lugar público, está cerrado, así que entrará quien yo quiera!
Nos refugiamos arrimados a la barra cerca de la puerta, saca ceniceros y un paquete de tabaco para invitar mientras dice:
-Éste es el cigarro que mejor me va a sentar en todo lo que va de mes.
Comienza la alegría. Los que no se sabía si eran buenos o malos se unen a los otros tres, sacan tabaco y todos, jocosos, empiezan a despotricar aportando datos y más datos en contra de esa ley que, por absurda, resulta castrante.
Van apareciendo uno y otro y otro de los habituales. Sólo tres de ellos, los tres fumadores, a los tres se les da paso. Conforme entran, después de alucinar, sacan su tabaco y se unen a la juerga.
Se asoma a la cristalera, con no se sabe qué intención, un señor mayor de pelo cano. El dueño pone cara de preocupado, será por la pinta de exfumador, pero manda que le abran. El canoso se asoma, se le ve olfatear esperando que no sea un sabueso, pero se siente invitado al escuchar de detrás de la barra:
-Pase, pase si quiere. Es que estamos fumando.
Entra sin saludar a nadie, recorre el local de una punta a la otra y, sin pararse, de la otra a la primera, y se va como ha llegado. Se supone que no ha encontrado a quien buscase.
Nadie le da importancia, hay demasiada alegría entre los contertulios, están en la gloria.
El señor que ha provocado a la revuelta se pide otra copa, esta vez entera, para celebrar. Seguro que también, como al dueño, además de los pitillos que lleva consumidos en media hora, es la que mejor le sienta en todo un mes.
Se le abre la puerta a otro señor. Entra, saluda, se sienta él solo al final de la barra, saca su tabaco de liar como si nada, se pide una caña, se fuma un cigarrito, paga y se va.
A los dos minutos vuelve a llamar, se le da paso, se acerca a la barra y pide disculpas al dueño por haberse fumado un cigarro sin darse cuenta de que lo estaba haciendo en un bar. Que no se ha percatado de ello hasta la última calada y, una vez en la calle, ha decidido regresar a dar la cara. El personal ríe invitándole a fumarse otro. Es cuando se hace consciente de que huele a libertad, de que no ha sido consciente de haber recuperado su libertad por unos minutos. Y, mirando al techo antes que al dueño, mientras coge un cigarro de cajetilla, se pregunta y pregunta sin hablar, por cuánto tiempo podrá mantener esa sensación... y pide otra caña. De respuesta, recibe una sonrisa.
El que venía sólo a preguntar, da el último sorbo a su copa y pide la cuenta. Satisfecho, dice que tenía dos, y paga dos.
Pocas veces en sus vidas han sentido tanta satisfacción. Se saben transgresores, quizá iniciadores de una pequeña revolución. ¿Quién no llamaría felicidad a esa sensación? Un día para no olvidar jamás. Una rebelión a cara descubierta: los cristales transparentes evitan la clandestinidad.
Esto no es una fantasía. Yo, Valtueña, estoy aquí.
En uno, es posible que de los muchos innombrables bares de Zaragoza, he encontrado mi sitio.
No sé, igual es porque hacía mucho que no iba de bares.