Albada 250


LA COLECCIONISTA

(17 de julio de 2011)

Cuando le parece que amaina la tormenta se apresura hasta la playa. Ya no llueve, pero aún no se ha calmado el vendaval. La galerna vespertina arranca a la espuma de las olas gotas de agua salada que le golpean la frente y las mejillas, le agitan el cabello, le empapan la piel… No hay nadie en la orilla, sólo en la vecina carretera se adivina algún coche que pasa con las luces encendidas. Aprovecha la soledad para mirar al cielo y extender los brazos. Abre la boca y bebe de aquel aire que sabe a mar, que también es mar. Se siente feliz.

Al fondo resuena un trueno porque la batalla todavía continúa allí. Pero mientras la borrasca se revienta sobre el oscuro chaflán del horizonte bajo sus pies un tímido sol comienza a dibujar su sombra sobre la arena. Si ella supiera pintar escogería el amarillo-cadmio, eléctrico y frío, para ese sol tras la tormenta… y al reflejo verdiazul de las ondas, le añadiría la profundidad ahumada del negro, la majestad oscura del océano antiguo.

Pero ella, aunque sepa de colores y de mar, no es pintora. Ella es coleccionista, coleccionista de recuerdos. Y un coleccionista que se precie debe darse prisa si quiere encontrar tesoros a la orilla de una playa, debe llegar allí antes de que se le adelanten las gaviotas carroñeras rompiendo los caparazones más hermosos, pataleando y desarmando todo lo que encuentran a su paso.

Avanza mirando atenta al suelo. Sus ojos avezados le permiten leer aquí y allá, interpretar, valorar, decidirse a recoger los regalos que las olas, gigantes martillos que hace apenas una hora se estrellaban contra la costa, han dejado reposando sobre la arena. Todavía húmedos brillan como gemas los bruñidos cristales, los trozos de botellas acariciados interminablemente por la corriente; ante ella restos de lapas, bígaros, almejas, caracolas de interior tornasolado, erizos… pinzas de cangrejo, brazos de estrella de mar… Líquenes, plumas, caparazones rotos recubiertos de retorcidas formas tubulares de cal, blanquísimos cráneos de aves... Pedazos de mascarones de barcos hundidos, varados en el turbio limo, ramas y esqueletos de árboles de otras lejanas orillas que el agua ha tallado con mano de artista dejando la parte más dura de la fibra esmaltada, vidriada…

Entre las rocas, donde aún les arrancan vida las lavandas y los lirios marinos, encuentra uno de esos pequeños charcos en los que el agua del mar ha quedado aprisionada. Se siente pletórica ante aquel microcosmos deslumbrante, repleto de criaturas invisibles, imperceptibles algas, gambas, quisquillas, esponjas... cangrejos escondidos entre las grietas, medusas de gelatina, anémonas como flores esmeralda y rosa salmón flotando en el agua quieta... Cuando llega a la base del acantilado apenas hay luz para ver los fósiles que el azote de la tormenta ha dejado al descubierto.

Es luna llena y vuelve sobre sus pasos con el alma tan agitada como la marea. Regresa a casa, regresa al mar. Ya la cinta de escamas se está anudando a su cintura y desciende suavemente por la piel, la viste entera hasta esconderle los pies. Entre los brazos no le pesan los recuerdos; ha elegido bien sus tesoros: la roja cinta del pelo, las brillantes monedas que tintinean alegremente al chocar, el peine ambarino, las verdes gafas de sol, ese molde azul para hacer estrellitas en la arena, la cadena con la pequeña cruz de plata... formas y colores prendidos de vidas que la fascinan.

Sólo el silencio escucha el hermoso canto. Bajo el cielo de las olas nocturnas, muy al fondo del horizonte de los olvidados océanos, cada recuerdo cuenta su historia: sueños ligeros de amantes, risas infantiles, cantos oscuros de ancianos... mientras ella, la hermosa coleccionista, acuna en su corazón de sirena uno a uno los infinitos deseos humanos.