La dama que vive frente a mi burdel
es alta, trigueña, de buen caractel.
Tras entrar silente por el tragaluz
intento besarla junto a la testuz.
Iracunda pugna por librarse de
mis brazos morenos que a ella aferré.
Rodando desnudos por sirio tapiz
contrato a la coima mercar su desliz.
El befo solemne que adorna su tez
la garduña entera excita a la vez.
Así mis caudales espero medrar
si salud el buen Dios decide otorgar.
Popular
La dama que vive cruzada la calle penetra el seto frontal por la puerta en arco. Aseguran que estuvo invitada a la boda del Duque de York y al bajar del cycle-car anoto su pergeño noble. La pierdo al doblar el porche pero su estela permanece en mis retinas soñolientas. Son las doce del mediodía. Aprieto el timbre y aparece Cri-cri con el desayuno y la prensa. Muerte de Valenzuela como secuela del encono Guerra-Estado. Auge de el Raisuni por el mismo motivo. Decido tomar un baño antes del desayuno. Cri-cri servil retira los bollos y el café con leche y echa un chorro de Colonia Añeja en la templada bañera. Un hombre nuevo. Iré de compras. Quizá un perfume prepare a la dama.
La noche corteja mi sombra en la altura de la glorieta. Desde aquí la diviso. A veces sólo es la silueta si se interponen los visillos. Pero en cambio dichoso la veo entera cuando se ha sentado frente a su bufete. Arranco unas gardenias y enmarco la caja primorosa de Origan d’Or Francy. Avanzo. El jardín crepita malicioso bajo mi charol. Estoy adosado a la cristalera con el corazón pegando fuerte y la vista extasiada ante mi bella. Llegó de la embajada y no parece vencida por el cansancio. Quizá negó el palique y ausente paseaba por la balaustrada norte. Pensativa pues con las perlas abandonadas entre sus líquidos dedos. Repaso el atuendo. Vestido de crespón “georgette” color gris perla guarnecido con bandas fruncidas. Golpeo el vidrio. Horrorizada se endereza y su rodilla derecha golpea el maderamen. Dolorida y agachada recula hacia el centro del cuarto. Temo que grite y entro rápido tapando su boca con la seda y ella se desmaya sobre el lecho. Estoy aquí. De pie junto a mi dama. Meditando qué voy a hacer. Decido besarla. Coloco las dalias en el búcaro y el perfume en la mesita. Me acerco. Le saco los zapatos de chapa niquelada y la extiendo longitudinal sobre la colcha. Lleva dos anillos lisos y un brazalete de asta de búfalo. También un collar en doble recorrido de perlas japonesas. Fuera abalorios. La falda es doble en las partes delantera y trasera a modo de un delantal. Juego con los rizos laterales que rozan sus orejas de naipe. Alzo su brazo derecho y contemplo la encantadora axila depilada y el origen del seno breve. No venzo la inclinación y acaricio su cuerpo a través de la generosa abertura lateral. Va desnuda debajo. Estoy enormemente excitado. Mi mano llega a un extraño lugar donde acuden los jinetes en sus correrías por la lejana Extremadura. Hojas de geranio y pinchos de rosal en ese punto que me desconcierta. Debe de estar a unas pulgadas del esternón pero no corresponde a nada de lo que conocí. Me cuesta retirar el brazo. Está trabado a ese alto nido con calor de verano. Logro desasirme y la mano roja y pegajosa me duele enormemente. Voy hacia el piano. Aparto a Paderewski. Me siento. Ante mí el teclado. Quisiera conseguir la octava. Ahora. La obtengo. El dolor cede. Me invade algo extraño. Corro hacia ella. La falda interna es tubular pero permite el paso. Suerte del abrebocas. Lo coloco dos metros arriba de las rodillas. Se forman hematomas instantáneos. Pero a mí qué me importa. Recorro holgado el túnel. Cámaras donde se me reconoce. Cámaras donde se me considera. Numerosas antesalas con los muslos flanqueando. Ahora el espacio se ha reducido tanto que no permite el paso a una persona. Doy más vueltas al abrebocas. Al máximo. Suena un grito desgarrador. Creo que cedió la tela. He llegado al fin. La tumba de Tut-Ank-Ammón. Abracadabra. 1 de enero de 1942. Todo se mueve. Gritos. Procedo rápido. Al principio la resistencia de siempre. Luego. El paraíso. No puedo estar más rato. Un gran desbarajuste a nivel de dirigentes. Forcejean entre las columnas. Golpes y palancas para soltar la traba. He de salir ya. Están consiguiéndolo. Un último estertor en la mansión cálida de mi pasión. Han extraído el abrebocas. Es cuestión de segundos. Frasco de sales. La levantan. Saco la cabeza. Me oprimen tanto que me sofocan. Paredes peludas que asfixian. Ella despierta. Lleva sus manos hacia mí. Levanta la tela. Ojos desorbitados y dolor en su rostro cuando aúlla la plebe en este crepúsculo. Me ahogo. Sus manos de hierro estiran mi cráneo. Me muero. La hermosa enseñando su sexo lascivo orlando mis restos. La rata. La rata. Y cae de nuevo. Esta vez sin vida. Y yo en su recuerdo.
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Un texto de 1970 publicado en La hora oval (1971) al que ahora, rebuscando en la biblioteca, se le descubre un antecedente: tres versos del libro Déchirures (1954) de Joyce Mansour:
Sólo una rata
Abría paso
A un sexo
[Traducción de Aldo Pellegrini en su Antología de la Poesía Surrealista (1961)]