Sí, cautivado durante la primera parte de la velada por la belleza de sus senos que mostraba intermitentemente cuando el vestido caía hacia adelante hasta que le daba un tirón a la parte trasera. Fascinación que se mantuvo, así de modo entrecortado, a lo largo de las dos horas de la cena; ella situada exactamente frente a mí y aceptando que yo le mirara esa parte cada vez con menos disimulo envalentonado por la cadencia de los periodos a medida que resultaban más descompensados, a favor, en el tiempo, de los de bajada delantera del vestido.
Sí, sorprendido en la segunda parte de la velada, cuando se levantó de la mesita del pub y, con total desparpajo, al tiempo que nos decía voy yo a la barra qué queréis, giraba sobre su eje longitudinal y mostraba, me mostraba en especial a mí que estaba otra vez enfrente, y ahora a muy pocos centímetros, un espectacular culo, grande, esférico, turgente, que daba la sensación de ir a reventar los vaqueros que, por otra parte, no imaginaba de qué talla serían y, este cálculo, deformación profesional de mi trabajo de toda la vida (ahora estoy jubilado), ocupó de tal modo mi mente que no fui capaz de atender otros detalles posteriores como que sus piernas rozaran las mías, que nuestra manos chocaran sobre la mesa al coger los vasos de gintónic o, al salir nosotros los primeros, mi mujer y su marido entretenidos en quién pagaba la cuenta, cuando intentó desabrochar mi pantalón y al tener los dedos ateridos por el violento frío de la noche optó por restregar contra la portañuela sus senos y su cabeza.