ARIADNA Y EL MINOTAURO
(10 de julio de 2011)
El cartel de este año tiene el mismo formato: es una gran foto con una escena vaquillera del pasado de nuestra ciudad más o menos remoto (el de estas fiestas pone “segunda década del siglo XX”). Como siempre ocurre con esas viejas ¿instantáneas?, la fotografía en la que Interpeñas anuncia en tamaño póster la Semana de San Fernando da para estarse un buen rato delante de ella.
Y además se hace con disfrute: la mirada, favorecida por la estupenda ampliación de la imagen, puede pasearse a sus anchas por todo el encuadre, fijarse en algún detalle, y con tiempo, detenerse incluso en cada uno de esos personajes estáticos que aparecen (nadie corre en esta escena, todos están mirando fijamente al toro ensogado, un toro también parado, suspendido en el tiempo y en el momento, con las patas posteriores un poco abiertas, la cabeza agachada (es fácil imaginarse sus ojos prendidos a partes iguales por la sorpresa y el enojo) como a punto de emprender la embestida. Aquellos turolenses viviendo el instante, sin ser conscientes de que muchos años después cientos de miradas nuevas iban a “conocerlos”… Al mirarlos uno se siente un inocente voyeur de los padres de nuestros tatarabuelos. Un fisgón, un curioso que observa con total impunidad, parándose aquí en ese tipo del sombrero del primer plano, examinando allá en el fondo de la calle a la gente ya casi borrosa, o hasta investigando más allí, más adentro de lo que ocurre en los abarrotados balcones.
Después de aquel último toro todos abandonaron el mirador y siguieron con la alegre reunión en el interior. La casa estaba aún tan llena de todas las visitas que habían ido llegando a lo largo de la tarde que pronto no bastaron los asientos de la sala de estar. Hubo que subir al piso principal algunas sillas guardadas en el sótano. Entre sillones y sillas, entre alfombras, muebles y cortinajes, entre estatuillas de porcelana, macetas y lámparas, entre tan amplia familia y tan abundantes amistades, la gran habitación nunca parecía más pequeña que en las fiestas. Y cada año, cada celebración, igual. No importaban el estorbo de sombrillas ni bastones, ni el engorro de los grandes sombreros de las señoras… la velada proseguiría hasta altas horas comentando todos los incidentes por mínimos que fueran, historias, anécdotas de la tarde que su privilegiada atalaya les había permitido ver cómodamente, intercambiando chascarrillos, hasta alguna pequeña malicia, describiéndose todos los sucesos, todas las historias... Por los balcones abiertos y mientras baja la noche al corazón de Teruel se oirán risas y entrechocar de copas: es Fiesta e incluso los niños, habituados a guardar siempre la compostura delante de sus mayores, parecerán hoy más niños que nunca: jugarán a pillarse los primos mayores sorteando los muebles, mientras en los sillones, vencidos por el cansancio, dormitarán los más chicos.
En la calle otros niños corren también; ahora son de nuevo los dueños de la plaza adoquinada de la que se habían apropiado los padres y su toro. Alpargatería Simón Pescador se lee entre dos enormes cartelones que anuncian las corridas de la feria. El numeroso grupo de mujeres que se arremolinaba al comienzo de la tarde junto a la tienda hace tiempo que se ha desperdigado. Se han ido a preparar la cena a sus maridos, que ahora continúan el jolgorio en el café. Después aún les dará tiempo a irse con ellos de verbena y les contarán de la mirada de ese toro parado frente a ellas.
Ellas, el grupo de mujeres junto a la tienda de Simón Pescador y ellos, los burgueses engalanados del balcón, aparecen en la fotografía del cartel de este año de Interpeñas.
Viejas fotografías que nos hablan… parte de aquel hilo mágico que nos facilita el camino, que une cuna con presente, el ahora con el antes. Esta vez, Ariadna, la hija del terrible Minos, ha conseguido inmortalizarlos a todos, incluso hasta al asombrado y asombroso Minotauro. Nos han surgido de repente en nuestras Vaquillas de 2011, para compartir con nosotros un poco de aquellos latidos encerrados en el daguerrotipo de una placa de cobre. Porque nada ni nadie muere del todo para siempre.