Albada 226



NOCTURNOS
(23 de enero de 2011)


Aunque hay algunas noches de invierno en que el frío hace que camine encogido, casi escondida por entero la cabeza dentro del cuello del abrigo y a modo de corona la vieja bufanda de cuadros verde y beige, nunca, y a pesar del frío como digo, dejo de dar mi paseo nocturno.
Sea lunes o domingo, invierno o calurosa noche de verano, a la misma hora, tenga fiebre o esté incólume mi piel como una manzana de esas transgénicas de supermercado, salimos por la puerta mi perro Tom y yo y no volvemos hasta dar por finalizado el conocido itinerario.

Debo señalar aquí, ya antes de nada, que el camino en cuestión nunca lo damos por concluido hasta el encuentro con ellas y si en alguna ocasión el feliz cruce parece demorarse, alargamos lo que sea menester el tiempo (noches hay que hemos vuelto a casa pasadas las dos) hasta que al fin divisamos sus siluetas recortadas delante de la hilera de farolas.

Ellas suelen pasear por la alameda más cercana a la carretera, allí donde hay más luz; parecería que ello fuera una precaución absurda aún en la noche más cerrada y sin luna, teniendo en cuenta que la perra, un hermoso ejemplar de cachorra mastín español, podría defender a su dueña de cualquier afrenta con sólo un breve empujón de su potente y contundente grupa, pero así son sus preferencias y allí las buscamos, brillantes como dos estrellas.

Son sólo miradas disimuladas; miradas compartidas desde el principio…
¡El destello azul de los ojos de ella clavándose en los míos!... Si hay magia en un momento en que se detiene hasta el silencio y si el instante definitivo vale por toda una vida, nosotros –ella y yo– los conocemos: todas las noches cuando nos cruzamos cada uno por su acera y nos miramos así, de reojo y a la vez sintiéndonos tan cómplices, paseantes solitarios en la noche, completos como los únicos habitantes ya de este planeta, somos sabedores de la esencia que de todo nos compensa y todo nos lo explica.

En el ayer, de eso hace ya mucho, la busqué a la salida de la tienda en que trabajaba como dependienta; en el ayer, y parece que eso no fue nunca, cometimos el error de casarnos y pasar diez años compartiendo cotidianeidad y el gris rutinario de las tardes de domingo; si llegamos casi a olvidarnos del momento perfecto de la noche, si por poco se nos escapa aquel instante en que la vida cabe entera en una mirada, bien— y ella como yo lo sabe– lo pagamos.

Ahora, cada uno de nuevo en su acera, nos volvemos a esperar. Abrigado por aquel presente suyo verde y beige de pasados cumpleaños, la veo a ella llevando de la correa mi regalo revoltoso que olfatea feliz la proximidad de Tom. Y nos encontramos de nuevo cada noche, frente a frente, miradas y deseos, sea lunes o domingo, aunque el frío nos haga caminar algo encogidos y lo cotidiano se nos haya instalado en el recuerdo.