Albada 222




EL MODERNO HUECO
(25 de diciembre de 2010)


No le gustaba. Definitivamente no sentirse ya especial, ni alejado del populacho -que ahora tanto le entendía y aplaudía- le inquietó en un principio, para después desagradarle profundamente. Si eso seguía así significaría que él no era tan “moderno” como quería/creía ser. Si la gente común, y tan vulgar, ya no le extrañaba ni le miraba perpleja, si no la escandalizaba, si no le esquivaba ni le hacía un mal gesto… ¡poco distinto o especial podía sentirse!


Todos, ahora, respetaban pacientes sus exabruptos e inconveniencias, señal inequívoca de que algo comenzaba a ir mal, pensó. Ya no era el iluminado estupendísimo, el que juzgaba todo lo que hacían los demás como propio de simples y mentecatos y se lo soltaba en su despectivo silencio. Él, divo que hacía mofa de las modas, era, ahora, prototipo, modelo a seguir… ¡todos parecían su copia!… y si el ignorante se aprende la lección mejor que el maestro, si ya no existe distinción entre ambos, ¿qué le quedaba entonces a él de extraordinario?


Se sentía perdido: le horrorizaron las sonrisas de simpatía de sus vecinos cuando coincidieron en el rellano del ascensor -él, arrastrando malhumorado compras y familia, ellos, los vecinos, tan repelentes y redichos como siempre pero esta vez mirándole con beneplácito, como al más querido de los suyos-. Ya antes había soportado mal la expresión complacida de las cajeras mientras delante de ellas afeaba a su mujer la costumbre de comprar tantas cosas innecesarias en estas fechas… Y bastante antes, por la mañana, se empezó a mosquear en la oficina cuando todos, absolutamente todos, le dieron “fieramente” la razón mientras desproticaba ¬–como cada año, por lo demás- de las reuniones familiares, de tanta suegra y cuñado plasta que aguantar, del rollo, en fin, de las Navidades… Sin faltar ni uno, el despacho entero aplaudió sus ocurrencias con viveza, casi le jalearon, alguno como el bobalicón de Gutiérrez hasta le guiñó el ojo… estaba decidido: ¡este año nadie celebraría la Navidad!.


Tanto éxito, tanta aprobación popular de su propio y buscado aislamiento, de su rebeldía proverbial, le resultó molesto y muy preocupante: ¿Cuál era entonces su merito, su triunfo, su diferencia de aquella gente que el siempre había considerado inmadura, rebaño retrasado y manipulado? ¿Cuál su excelencia y diferencia? El éxito de sus propósitos, paradojas de la vida, era su fracaso; el aplauso a la causa que él había abanderado -estar por encima del común de la gente y de sus tópicas y típicas obsesiones navideñas- su completa derrota, ya que su postura personal era ahora la de todos.


Si para estas fechas de fin de año siempre hacía lo mismo -poner cara de pocos amigos, esa gris de las prisas para que pasaran pronto, se volvía más huraño con su mujer y perdía la paciencia con los niños-, esta vez fue él quien insistió para que se hiciera la gran cena familiar en su propia casa: no estaba dispuesto a no tener que llevar la contraria a nadie: si ahora ellos no querían fiestas, ¡él las celebraría!

Allí puso villancicos, tomó mazapán y cava e hizo como si no se diera cuenta de la cara hastiada del resto de la familia –su misma, su anterior cara gris, ¡si hasta la mismísima abuela con su reluciente dentadura de porcelana nueva no sonreía!- Se sintió paleto, consumista, inmaduro y patético, por supuesto nada “divino” claro… y sin embargo con no ser como el resto, por ser de nuevo distinto, todo aquello que antes detestaba le valió la pena. ¡Es lo que tiene ser un moderno hueco!...


Pero la pesadilla dulce se le esfumó pronto, justo hasta cuando subió el tono de la tele en los anuncios; despertó confundido: se había quedado frito en el sofá de casa de los suegros mientras esperaba que llegara el resto de la familia.
La cena navideña transcurrió como cada año anterior, todo igual excepto porque el moderno, todavía impresionado por el sueño, no reaccionaba, aún flotaba...


Sólo al final, cuando llegó el momento de intercambiarse los regalos, se reavivó su esencia y volvió a las andadas: sonrío pícaro, un segundo, al darle a la cuñada mojigata el libro con la selección de las más escabrosas cartas de Joyce a Nora Barnacle; reprimió la carcajada al ofrecerle la selecta selección de turrón, del duro exclusivamente, a la abuela y disimuló cuando a escondidas les dijo a los sobrinos que ¡claro que podían jugar allí con el fantástico balón firmado por “ la Selección”!….


Ya se marchaba cuando oyó el gran espejo de la sala rompiéndose en mil pedazos, la llantina de la abuela mientras su compungida suegra le recogía los restos de la esplendida dentadura clavada en el turrón, y el gritito de enfado de la escandalizada cuñada mientras escondía rápidamente el libro en el bolso…


Por esta vez, se dijo el moderno hueco, la Navidad no le había vencido… aunque… ¡apunto estuvo!