Albada 220


MÍMESIS DE PLEXIGLÁS
(12 de diciembre de 2010)

Tomás, tipo desconfiado por instinto, pasa las hojas de sus apuntes de dos en dos, lee rápidamente, a golpe de vista, desganado… Acodado en la barra escucha sin poderlo evitar las conversaciones de voces airadas a su lado mientras apura el segundo café; dos niños hacen burbujas soplando ruidosamente las pajitas en el vaso de coca-cola, mientras un tercero, más pequeño, duerme en el regazo de una mujer.
Gira treinta grados sobre el taburete de plexiglás: frente a él, la lluvia cae lentamente pintando en los ventanales figuras que se alargan, se estilizan, para terminar finalmente deshaciéndose en diminutos charquitos sobre la esquina del alfeizar. Fuera todo está desenfocado, quizás tanto o más impreciso de como lo está todo allí dentro.

Persuasivas, las noticias en el televisor repiten una y otra vez el mismo mensaje en un idéntico esquema: discursos de políticos de unos y otros partidos, declaraciones de implicados… y, explícita e implícitamente iguales, las entrevistas de afectados en las que sólo cambian las caras del periodista y del entrevistado; la misma puesta en escena en todos los canales, exacta a la que él puede ver, sin necesidad de levantar la cabeza hasta el televisor, tan sólo mirando alredor.

Sobre el plexiglás Tomás vuelve a prestar atención a los folios: Aristóteles y su eikos, definiendo lo Verosímil como la opinión general en contraposición a lo factible considerado por los “más cultos”; los clásicos franceses del XVII y su Verosímil equiparado a lo más deseable, a lo que mejor sienta creer… nosotros, los contemporáneos, consiguiendo gracias a la manipulación más refinada convertir en Verosímil lo posiblemente verdadero…

Pero –piensa– ¿quién pide no ser engañado? ¿Quién intentaría si quiera mover un poco los hilos de la pesada maquinaria mediática e ir más allá de las leyes del espectáculo? Él lo único que quiere –como todos los que están en la barra de la cafetería, como los tres niños aburridos, como esa madre, como los que aguardan deambulando fastidiados, nerviosos, por pasillos y salas de espera– es largarse de una vez de allí.

Quizás es verdad eso de que el nombre termina por marcar tanto el carácter y el destino del individuo que ya no se llega a distinguir ni quién ni qué fue antes, pero el caso es que a Tomás, el de la duda, le ha dado por desconfiar un poco, nada más que un poco…
Pero la incertidumbre dura lo que aguanta su esfuerzo: al estudiante le duele la cabeza y está cansado. Mientras deja los apuntes de Ética peligrosamente demasiado cerca de los niños y sus coca-colas, se pide otro café… quizás con un poco de suerte anuncien pronto su vuelo y duerma en casa.