Albada 266


DEPREDATOR

(13 de noviembre de 2011)

Lo recuerdo todo muy bien. Aunque algo creo en premoniciones y telepatías, me quedé estupefacto al girar la esquina de aquella calle y darme de bruces con Carlos.

Hacía muchos años que no sabía de él, aunque la noche pasada, precisamente, había soñado que un joven Carlitos me seguía haciendo trampas mientras cambiábamos cromos a las puertas del colegio. En el sueño me engañaba, claro, como siempre había hecho cuando éramos niños y compañeros de pupitre... todo el día juntos, nosotros y las mañanas interminables, silenciosas, rellenando libretas de caligrafía y sumando, a escondidas con los dedos, las cuentas de los cuadernos Rubio. En el instituto nos tocó distinta clase, pero seguíamos viéndonos a diario ya que ambos vivíamos en la misma calle, un portal frente a otro portal, su ventana ante la mía. Por aquel entonces ya no eran los álbumes con los cromos de la liga de futbol lo que nos obsesionaba, ahora lo único que importaba era Carmen: que Carmen, la chica más guapa y deseada del barrio, nos dedicara algo más que una de sus lánguidas e indiferentes miradas era un triunfo (ni que decir tiene que Carmen y Carlos llegaron a ser novios). Después de que empezara mis estudios en la Universidad y quizás porque su familia se mudó de casa, no sé si fue esa la razón, ya no volví a ver a Carlos; hasta ese día en que nos tropezamos a la vuelta de una esquina.

Le abracé, era lo menos que podía hacer después de tantos años. Me sonreía beatíficamente, con esa expresión en su cara que yo conocía tan bien – la misma que de niños me confundía y conseguía que me quedara de nuevo con el cromo tres veces repetido –. Como entonces, como siempre, me dejé atrapar y me oí a mi mismo invitándole a cenar en casa... de pronto me convertía en “amiguísimo” de aquel “contrincante” de la infancia que tanto me importunó.

Le dije que tenía prisa y me despedí con un ¡te veo esta noche Carlos!, mientras tenía la certeza (aunque, desde luego, no me atreví a volverme para comprobarlo) de que él me seguía mirando mientras me alejaba calle arriba... le había dado la dirección de mi casa, le iba a abrir las puertas de mi vida... ¡qué más quería!

De aquel encuentro han pasado ya tres años, pero como he dicho al principio, recuerdo todo muy bien: todas mis palabras y cada una de sus sonrisas. Aquella noche presumí hasta la imbecilidad de gran casa y familia feliz ante aquel que, entonces, presentaba a todo el mundo como un viejo amigo. Mi mujer le acogió con agrado, y a mis hijos les cayó especialmente bien. A nadie le extrañó cuando conseguí que le contratarán en mi empresa, y que hace justo un año y medio le nombrarán vicepresidente de la junta rectora; también entusiasmó a toda la familia que hace unos meses se animara a comprar el chalet vecino al nuestro. Yo mismo cuando firmo con su nombre, Carlos, me siento cada vez menos extraño; es como si hubiese olvidado del todo cómo me llamaba antes de que él volviera. ¿O es que antes, “siempre”, como dice Carmen, mi mujer, me he llamado Carlos, doctor? .