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Después del primer encuentro, sintió como si el mundo fuera más grande. Manuela dudaba sí lo había tocado o alcanzado. El mundo a mis pies, se decía una y otra vez. Tal era el regocijo que sentía que por un momento quiso creer que toda la felicidad se la debía a un cuarzo de alma que le habían traído de Afganistán y que, según le habían contado, colocado primero en la mano del corazón y luego en la derecha, preñaba de ilusiones a la persona que lo poseía. Manuela así lo hizo. Pasó un día, otro, incluso una semana. Pero todo seguía igual... Bueno, todo no: casi todo. Sus ojos eran dos mariposas, que revoloteaban por el cielo de sus mejillas, y sus labios dos alas, que Manuela agitaba con ternura. Era el rostro de la espera, que aun tardaría dos semanas en desdibujarse.

Apareció como siempre lo hacen las cosas buenas: de repente. Llegó a ella cuando sus labios alados habían enmudecido, ahogados de tanto suspirar. Se asomó, tímidamente, por la pantalla del televisor y Manuela quiso tenerlo.

Hace un minuto ha vuelto a sonar la melodía de su amor. Debajo del volumen número tres de sus oposiciones le estaba esperando y ella, ilusionada, se ha abalanzado sobre él. Era Marta desde el aeropuerto. Manuela, apoyada en el quicio de la ventana, no deja de pensar en la suerte de su amiga, de viaje de novios en Roma. Manuela coge aire a pleno pulmón y lo expulsa en el cristal. Después, con su dedo, escribe sobre el vaho: Roma. Es genial, piensa, si lo leo al revés, Roma se convierte en amoR.

Manuela baja la persiana y regresa a su mesa de trabajo, donde, iluminada por el flexo, relee con atención el segundo capítulo del Quijote.

- Es curioso, dice Manuela mirándole tiernamente, tan solo hace un mes que entraste en mi vida y ya no puedo vivir sin ti.

Su teléfono móvil no le contesta.




"Quinientos Enamorados"
Egido Editorial
Zaragoza
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