LUNA OSCURA
(27 de febrero de 2011)
Él había sido siempre un tipo corriente. Un tipo que podía adjetivarse de vulgar si al calificativo le quitáramos el cariz de grosero o zafio y lo dejáramos sólo en común, normal… El tipo era tan “convencional”, tan del montón que podía pasar desapercibido no sólo en medio de una reunión dentro de un pequeño espacio con una docena de personas alrededor, sino también entre cientos, o por qué no, miles de individuos más, todos semejantes a esos iguales que componen el noventa y nueve, coma, nueve por ciento del género humano… ¡Hasta en el infinito pasaría inadvertido!
Pero –siempre hay un “pero” afortunado en medio o al principio de cualquier vida gris– nuestro espécimen, como en aquellos cuentos de hadas madrinas con regalos, había recibido desde antes del nacimiento el don valiosísimo de “escuchar”; y bien escrito está anterior al nacimiento porque fue para su madre refugio de penas y confidente de tristezas, que el quedarse tan tempranamente huérfano, aún ni nacido, es lo que tiene de tiranía.
A una infancia quieta y una adolescencia tranquila le siguió un camino casi recorrido antes de comenzado. Eso sí, ya desde párvulos fue el único que atendió hasta el final las recomendaciones de “la seño” (ese no salir atropellado de la clase sin abrocharse el abrigo, sin anudarse la bufanda a veces le costaba…), el cómplice atento de las chicas de clase de segundo (una de ellas le dio el primer beso), el último en abandonar las larguísimas asambleas en la universidad atento a la palabra final de aquel discurseador de turno, si no el más inspirado sí el más pertinaz.
Ahora, ya en la treintena, pese a su aspecto fútil, su más que insinuada curva de la felicidad, los pantalones algo caídos y una nariz ocupante quizás de una parte excesiva de lo que sería oportuno corresponderle a una cara, pese a las premonitorias entradas a ambos lados de la frente y pese a su piel de un opaco blanquecino… continúa teniendo el gesto contenido y la mirada suave, detenida, que hace prenderse en él a cuanta persona le habla.
No sabe nada de coaching, ni de aquellos escuchadores japoneses que hicieron de su don un beneficio; ni siquiera es consciente de que, como al “Quintero de la tele”, su silencio abrazador hace decir al hablador lo que jamás se hubiera ni siquiera atrevido a pensar y mucho menos confesar. No sabe tampoco que al fin y al cabo lo que todo el mundo (de cualquier edad y condición) desea, es que alguien se pare y le escuche. Sus oídos en cambio sí que saben de miles de historias que la soledad y el anonimato le han confiado sin esperar juicios ni consejos, sólo pidiéndole que preservara sin romperse y por unos instantes ese sutil hilo de la comunicación, del saberse escuchado.
Aquel tipo normal trabaja como es normal en cualquier oficina normal. Tras su mostrador, atento y profesional, ayuda con el formulario al primero de la fila. Y aquel primero de la fila le desgrana uno a uno sus problemas, sintiéndose cada vez mejor y sin saber bien por qué lo hace… Quizás el camarero (otro escuchador) del bar que frecuenta está demasiado ocupado últimamente vigilando que no se fume en el local, quizás es que últimamente también en su facebook ya nadie ni siquiera le “clica” en el me gusta, quizás en la familia se va con demasiadas prisas… Afortunadamente el tipo corriente del mostrador, el del don, el escuchador, es como una luna oscura en la que brilla sin verse el sol... nunca llegará a estrella, pero siempre nos caldeará un poquito ese universo que algunos llamamos alma.