Albada 221




DIEZ MINUTOS
(19 de diciembr de 2010)


Hace tan sólo –ni siquiera– diez minutos, que ha cerrado aquella puerta que ahora intenta abrir con las manos tiritando. Hace casi diez minutos que ha conseguido aparcar el coche después de recorrer un laberinto de calles. Encontrar sitio en aquel barrio de moda, plagado de restaurantes chic recién inaugurados, es una hazaña un viernes por la noche. Él esta vez ha tenido suerte: a mucho menos de diez minutos del XXX’s, el estupendo restaurante donde la empresa invita este año a la cena de Navidad, ha conseguido ¡al fin! aparcamiento.


Pero antes de entrar en aquel sofisticado “ambiente cosmopolita y puro diseño neoyorkino”, ya lleva diez minutos volviendo –esta vez a pie– helándose por el laberinto de calles en busca del teléfono olvidado.
El frío viento le acuchilla pequeño y seguido la cara, le ha pintado de cian la punta de los dedos. El hombre entra en el coche de nuevo; a tientas palpa debajo de los asientos, hurga y revuelve en la guantera; enciende, ahora, la luz del techo y mira perplejo en el asiento de atrás por si el móvil, nunca más inmóvil y callado...
–¡Debió caérseme al coger el abrigo!…


Piensa en que ahora tiene que volver a salir del coche, y en esos cerca de diez minutos –¡otra vez!– de frío laberinto. Y le entra una invencible pereza que le paraliza, y que le deja allí adentro, quieto, mientras sigue pensando… pensando en el risotto con foi y setas de la cena, en sus compañeros obedientes, ya ordenadamente sentados bajo la luz de las lámparas de diseño, en esa huella escarlata en los bordes de las copas y en las sonrisas pintadas de los jefes… pensando en que trabaja más minucioso cuando un poco de aire se cuela por la única ventana de la oficina –su fachada pura galería motorizada–, en la música ambiente chillout y en la cara aviesa del envidioso del despacho vecino… en la hora en que madruga el metro para llevarle hasta el trabajo y en el montón cada vez más elevado de asuntos pendientes apilados a la derecha de su mesa…


Si un claxon fuera poco, son suficientes las luces de cuatro, cinco coches y hasta unos golpes en la ventanilla:
–¿Pero va a sacar usted el coche o no, se va a quedar ahí dormido? ¡Que yo necesito aparcar!


Autómata, gira la llave del motor y ya desciende por la gran avenida. Lejos, casi a diez minutos, queda el barrio de moda, el de los restaurantes de postín y las cenas de empresa con cocina de fusión

Y ahora el hombre, mientras se aleja, piensa en aquella silla vacía que quedó tan sólo –ni siquiera– a diez minutos.