Ya estoy de vuelta en casa después de unas vacaciones algo accidentadas y con escayola debido a una caída de esas tontas. Lo que llamamos vulgarmente un "culetazo". Hace dos semanas, llegamos tan contentos al hotel de Rosas, con la idea de disfrutar de la maravillosa playa de la Almadraba, una de esas pocas playas españolas que aún no han sido destrozadas por el cemento y el mal gusto y donde todavía se conserva la esencia de la Costa Brava más pura. Bueno, pues hasta la tarde, todo muy bien. Pero cuando faltaba poco para la hora de cenar, nos dio por salir a andar un poco por los alrededores del hotel. Llovía con moderación, el bar del hotel estaba lleno y se nos ocurrió hacer tiempo en el exterior. Lo justo para que mi marido pudiera fumarse un cigarrillo (ay, ese vicio) y mientras tanto abrieran el restaurante.
¡Craso error! Como llovía menos de lo que pensábamos, en lugar de quedarnos quietos, nos dio por pasear un poco bajo unos pinos. Y ahí fue donde la cagamos, por decirlo del modo más breve y claro. Resbalé con mis sandalias "fashion" (guapísimas, pero peligrosas, como pude comprobar) y me caí de culo, torciéndome el tobillo de paso. En lugar de cena, tocó ir a urgencias, donde se limitaron a inmovilizarme el pie con un vendaje apretado, me dijeron que no apoyara durante 48 horas y que volviera a la semana para quitarme el vendaje.
Cumplí a rajatabla lo de las 48 horas y al tercer día empecé a apoyar el pie con la ayuda de las muletas. Dolía, sí, pero pensé que era normal. Al fin y al cabo, los esquinces y las torceduras suelen doler, me decía, y seguía insistiendo en lo de caminar. Pero cuando, expirado el plazo, fuimos a que me quitaran el vendaje, llevaba el pie tan hinchado que me mandaron al hospital de Figueras para hacer una radiografía. Diagnóstico: fractura del peroné (a la altura del tobillo) y escayola para mes y medio. Más un chasco monumental, porque en ningún momento había perdido la esperanza de poder bajar algún día a la playa o a la piscina, aunque fuera ya al final de nuestra estancia en Rosas.
Encajado el chasco, la primera idea fue preparar el equipaje y volver a casa, pero tanto los dueños del hotel como el personal fueron tan atentos y amables con nosotros, que decidimos quedarnos. Puesta a desplazarme con muletas hasta en las distancias más cortas, al menos allí teníamos una hermosa vista a la bahía de Rosas, excelente comida y los mimos de la gente del hotel (que fueron todos encantadores, como nunca me cansaré de repetir).
Ahora estoy en casa al estilo de James Stewart en La ventana indiscreta, pero con menos tramo de escayola (afortunadamente) y sin patio interior de esos cotillos para espiar a los vecinos, así que no creo que de este infortunio salga una historia hitchcockiana. Con las articulaciones de los brazos doloridas por el uso de las muletas (nunca habría pensado que cueste tanto aprender a usar esos chismes; a mí se me da fatal), un botín de escayola que pesa un quintal y contando los días como esos presidiarios que van pintando rayitas en la sucia pared de su celda (es un decir; las paredes de casa están intactas).
Y esto es lo que hay. Aprovecharé el tiempo de reposo forzado para avanzar con mi novela usando el portátil, leeré los libros que tengo pendientes (muy pocos, porque estos días de "postración" estoy leyendo mucho) y me asomaré de vez en cuando a esta casa.
Por cierto, de los libros que he leído este verano, recomiendo encarecidamente:
La luna roja, de Luis Leante (a este autor lo descubrí con Mira si yo te querré. Esta es la segunda novela suya que leo y, desde luego, no será la última).
También me ha gustado mucho La cinta roja de Carmen Posadas, una novela muy bien documentada que se desarrolla durante los años de la Revolución Francesa.
Como sin duda devoraré más libros, seguiré comentando.