He leído hoy en El País que ayer falleció a los 87 años Olga Guillot, la “reina del bolero”. Y he recordado cómo de joven fingía despreciar el bolero, al igual que el tango, la copla o la música de Frank Sinatra y Edith Piaf, por el mero hecho de que pertenecían a la época en la que mis padres vivieron su juventud. Y cuando somos jóvenes, buscamos derribar el mundo y los valores de nuestros padres para construirnos los nuestros. Y eso incluye aborrecer la música de nuestros viejos, no vaya alguien a llamarnos anticuados o hasta reaccionarios, calificativo que en los años setenta era lo peor de lo peor.
Ahora ya tengo una edad. Y lo bueno de cumplir los años que tenían nuestros padres cuando les considerábamos carrozones sin remisión, es que por fin empezamos a atrevemos a ser nosotros mismos. A los cincuenta pasamos de hacernos los modernos o de andar por ahí de vanguardistas para sentirnos jóvenes y rebeldes. Lo importantes es disfrutar de cada día, porque no estamos para perder el tiempo en tonterías. Ahora me permito deleites de los que antes me avergonzaba, como proclamar que me encanta Edith Piaf, o que me gusta escuchar viejos boleros cubanos mientras imagino una noche tropical junto al mar, cuya brisa densa y tibia acaricia la piel mientras los cuerpos se mecen al compás de un bolero, desgarrador y tórrido como la mismísima pasión. Por supuesto, un escenario así no tiene gracia sin una buena compañía. Así que, soñemos durante un instante con perfumados y seductores galanes vestidos de smoking blanco, al estilo de Humphrey Bogart en Casablanca, pero en guapo, al tiempo que oímos cantar a esta señora a la que llamaban la “reina del bolero”.
Ahora ya tengo una edad. Y lo bueno de cumplir los años que tenían nuestros padres cuando les considerábamos carrozones sin remisión, es que por fin empezamos a atrevemos a ser nosotros mismos. A los cincuenta pasamos de hacernos los modernos o de andar por ahí de vanguardistas para sentirnos jóvenes y rebeldes. Lo importantes es disfrutar de cada día, porque no estamos para perder el tiempo en tonterías. Ahora me permito deleites de los que antes me avergonzaba, como proclamar que me encanta Edith Piaf, o que me gusta escuchar viejos boleros cubanos mientras imagino una noche tropical junto al mar, cuya brisa densa y tibia acaricia la piel mientras los cuerpos se mecen al compás de un bolero, desgarrador y tórrido como la mismísima pasión. Por supuesto, un escenario así no tiene gracia sin una buena compañía. Así que, soñemos durante un instante con perfumados y seductores galanes vestidos de smoking blanco, al estilo de Humphrey Bogart en Casablanca, pero en guapo, al tiempo que oímos cantar a esta señora a la que llamaban la “reina del bolero”.