Ojeras profundas visten tu cara.
Grácil princesa de piernas cortas
y trenzas largas,
lágrimas verdes
y otras rarezas,
que sólo tú, carita de filipina, soportas.
Te observo en el descanso
chupando el pitillo
y bailoteo en tus oes
de humo vagabundo.
Una hoja verde
descansa en tu remanso.
Ríes y yo río,
y, entre pitillo y pitillo, yo charlo contigo,
princesa de trenzas largas
y de tiempos perdidos
junto al río.
En el frío recreo, de gris cemento,
cantas.
Y corres,
abanico de colores,
con tu falda de cuadros escoceses,
grises, verdes y amarillos;
con tus calcetines blancos
y tu jersey azul.
Y también –aunque lo disimules-
te veo hacer pucheros
con tus carrillos rosas
y tus ojitos chinos.
Pucheros de lágrimas y angostura
para una dama de rara alma
y corazón sin costura.
Pucheros de pétalos de amargura.
Mamá ya no estaba.
No te vio echar los primeros dientes
aunque ratones no te faltaron.
Ratones blancos, ratones grises.
Locos ratones
escalando incesantes por tu noria.
Trepadores melancólicos
en tu frágil memoria.
A tu corazón,
tierno como un queso,
no le faltaron bigotes.
Ni abuelos, ni abuelas,
ni tíos, ni tías.
En la puerta no estaba.
Y sonó la sirena.
Contaste una, dos, tres, cuatro y...
Cinco mamás.
Y no contaste más
porque más no contabas.
Y pronto aprendiste a restar.
Y restaste a mamá,
para nunca llorar.
Tu mochila rosa de piedras se llenó
porque tus piernas cortas no andaban
y tu rodilla herida sangraba.
Ella no estaba.
No soltó tus trenzas de india de la luna,
de rubia amazona sobre blanco poni.
No mesó tu cabello, de trigo maduro,
suicidado junto al río.
Ni estiró los calcetines,
blancos de ganchillo,
enrollados en tus zapatos rosas
de princesa linda,
de reina de la hojarasca,
de hechicera de promesas,
en lágrimas verdes convertidas.
Y tu abuela lloraba
y lloraba.
Pero tú, princesa de trenzas largas
y ojeras profundas,
mirabas el río.
Solo mirabas el río
¿A dónde va el río?, abuela.
El río no va,
el río viene de las montañas.
¿Y no va a ningún sitio?, abuela.
Ella no estaba,
en tus fotos de pimpollo blanco,
teñido de amapolas rotas,
y rosario pulido.
Grácil princesa de piernas cortas
y trenzas largas,
hoy tu luna está menguada,
y el pitillo va y viene nervioso,
del cenicero a tu mano
y de la mano a tus labios
y las palabras se enredan
con el humo endiablado
de tu pitillo rubio.
Hoja verde
en las mansas aguas del río que no va,
donde la niña rubia de trenzas largas
moja sus pies.
Grácil princesa de piernas cortas
y trenzas largas,
lágrimas verdes
y otras rarezas,
que sólo tú, carita de filipina, soportas.
Te observo en el descanso
chupando el pitillo
y bailoteo en tus oes
de humo vagabundo.
Una hoja verde
descansa en tu remanso.
Ríes y yo río,
y, entre pitillo y pitillo, yo charlo contigo,
princesa de trenzas largas
y de tiempos perdidos
junto al río.
En el frío recreo, de gris cemento,
cantas.
Y corres,
abanico de colores,
con tu falda de cuadros escoceses,
grises, verdes y amarillos;
con tus calcetines blancos
y tu jersey azul.
Y también –aunque lo disimules-
te veo hacer pucheros
con tus carrillos rosas
y tus ojitos chinos.
Pucheros de lágrimas y angostura
para una dama de rara alma
y corazón sin costura.
Pucheros de pétalos de amargura.
Mamá ya no estaba.
No te vio echar los primeros dientes
aunque ratones no te faltaron.
Ratones blancos, ratones grises.
Locos ratones
escalando incesantes por tu noria.
Trepadores melancólicos
en tu frágil memoria.
A tu corazón,
tierno como un queso,
no le faltaron bigotes.
Ni abuelos, ni abuelas,
ni tíos, ni tías.
En la puerta no estaba.
Y sonó la sirena.
Contaste una, dos, tres, cuatro y...
Cinco mamás.
Y no contaste más
porque más no contabas.
Y pronto aprendiste a restar.
Y restaste a mamá,
para nunca llorar.
Tu mochila rosa de piedras se llenó
porque tus piernas cortas no andaban
y tu rodilla herida sangraba.
Ella no estaba.
No soltó tus trenzas de india de la luna,
de rubia amazona sobre blanco poni.
No mesó tu cabello, de trigo maduro,
suicidado junto al río.
Ni estiró los calcetines,
blancos de ganchillo,
enrollados en tus zapatos rosas
de princesa linda,
de reina de la hojarasca,
de hechicera de promesas,
en lágrimas verdes convertidas.
Y tu abuela lloraba
y lloraba.
Pero tú, princesa de trenzas largas
y ojeras profundas,
mirabas el río.
Solo mirabas el río
¿A dónde va el río?, abuela.
El río no va,
el río viene de las montañas.
¿Y no va a ningún sitio?, abuela.
Ella no estaba,
en tus fotos de pimpollo blanco,
teñido de amapolas rotas,
y rosario pulido.
Grácil princesa de piernas cortas
y trenzas largas,
hoy tu luna está menguada,
y el pitillo va y viene nervioso,
del cenicero a tu mano
y de la mano a tus labios
y las palabras se enredan
con el humo endiablado
de tu pitillo rubio.
Hoja verde
en las mansas aguas del río que no va,
donde la niña rubia de trenzas largas
moja sus pies.
Reservados todos los derechos
2.004